Un gran enemigo: La ignorancia

Produce vergüenza ajena descubrir a personas de un nivel cultural, presumiblemente, medio-alto, “meter la pata” en declaraciones u opiniones dadas a la prensa, tertulias televisivas, intervenciones parlamentarias, etc. para defender, corregir o criticar determinadas leyes o situaciones con las que no se está de acuerdo. Y los argumentos que esgrimen, muchas veces, no tienen nada que ver con otros, también correctos y que podría ser lícito aplicar, sino que derivan casi siempre en opiniones puramente sentimentales, cuando no chabacanas, convirtiendo el foro en un patio de vecinos mal avenidos. Parece que el sentido común está de huelga indefinida.

Ya se sabe que el campo de lo opinable es vastísimo y es lógico disentir de ideas, proyectos, gustos, modas, aficiones…pero no hay que olvidar que, también, existen materias y valores morales, propias del género humano, y que la persona debe conocer para equilibrar sus conocimientos.

Aprender a usar bien de la libertad controlando el afán de dominio, saber aceptar las consecuencias de los propios actos, valorar la intimidad para no caer en situaciones comprometidas, respetar la pluralidad sin hacer concesiones dudosas… son algunos de los valores que ayudan a la convivencia y al propio desarrollo personal.

Hoy en día el campo de la afectividad goza de un reconocimiento en alza, hasta el punto de intentar convertirse en un valor jurídico. Todo lo referente a los estados de ánimo, al amplio mundo de los sentimientos, a los fenómenos de orientaciones sexuales… pretenden dominar los valores morales y también jurídicos, para llegar a convertir el derecho en un “servicio a las emociones”, con lo cual se llegaría a deteriorar las garantías objetivas que podrían afectar a los principios básicos de libertad, intimidad o seguridad jurídica.

Hay que tener claro que no existe el derecho “a la carta” de cada individuo, sino que cada individuo debe aprender a conocer lo lícito y lo ilícito de cada situación humana y adaptar a ella su conducta.

Y la ignorancia llega a la cúspide cuando se trata de la Iglesia Católica. Aparecen sesudas reflexiones atacando la supuesta actitud intransigente de su doctrina. Hasta la han acusado “de intromisión inadecuada de la Iglesia” cuando ha defendido la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. Llueven los “doctores teológicos” que, en su ignorancia, exigen cambiar el dogma y la moral de la Iglesia -cosa que ni el mismo Papa puede hacer-. Confunden lo que es inmutable con los demás elementos: liturgia, disciplina acción pastoral… haciéndose un “cacao mental” que raya en el analfabetismo más absoluto. Es la osadía de la ignorancia o lo ridículo que se convierte en atrevido. También el problema personal que, olvidando su deber, culpa a la Iglesia de su situación.

Si hacemos trabajar a la razón estableciendo también un diálogo entre ciencia y fe superaremos al gran enemigo que es la ignorancia.

Afirma el Papa Francisco que “La fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque “la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios,” y no pueden contradecirse entre sí.”(Exhortación Apostólica, La alegría del Evangelio nº 242).