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"No sólo venimos a rezar a María, sino a rezar con María": homilía del cardenal Parolin en el Santuario de la Virgen de Guadalupe

Wed, 16 Jul 2014 08:00:00
 

En el marco de su visita a México para participar en el coloquio “México-Santa Sede sobre Migración Internacional y Desarrollo", el cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, celebró esta tarde la Santa Misa en el Santuario de Santa María de Guadalupe.

"En María podemos ver la manera cómo la Iglesia se hace presente, con la luz del Evangelio, en la vida de los pueblos, dijo Parolin en su homilía. "Santa María de Guadalupe -constató - es el modelo de una Iglesia peregrina que no se busca a sí misma, que camina con su pueblo”.


Texto completo de la homilía del cardenal Parolin en el Santuario de Guadalupe


Señor Cardenales,
Señores Arzobispos y Obispos,
Queridos sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas,
Hermanos y hermanas:


Es para mí motivo de profunda alegría poder celebrar esta eucaristía en el Santuario de la Virgen de Guadalupe. No podía faltar, en mi visita a este querido País, un momento en que la Madre me permitiese estar, como una sola familia, con todos ustedes en torno a su Hijo. Y sintiéndome parte de este pueblo que se acoge filialmente bajo su celestial amparo, vengo también yo a rendirle homenaje, como hacen tantos peregrinos, pero sobre todo vengo a pedirle insistentemente lo que Ella siempre nos ofrece, a su Hijo Jesucristo.

Hemos escuchado el evangelio de la Virgen peregrina que, premurosa, se dirigió a la montaña de Judea para acompañar a su pariente Isabel, que en su ancianidad estaba esperando un niño. También san Juan Diego corrió premuroso con su tilma cargada de rosas de Castilla ante el Obispo fray Juan de Zumárraga, rosas que había hecho florecer la Virgencita morena sobre la colina de Tepeyac en la inclemencia del invierno. La preciosa imagen que apareció milagrosamente impresa en su tilma era la prueba y la señal definitiva de la voluntad del Señor.
Y entre estas dos santas mujeres, María e Isabel, se establece un diálogo orante, del que brotan dos de las oraciones marianas más conocidas: una con la que nosotros nos dirigimos a nuestra Señora (“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”) y otra con la que Ella se dirige a Dios (“Proclama mi alma la grandeza del Señor”). Son dos tipos de bendición. La primera viene de Dios: el Señor ha bendecido a María, la ha llenado de su gracia para que sea la Madre del Hijo de Dios; la otra sube de la tierra al cielo: María, que ha experimentado la bondad divina, alaba a Dios, dándole gracias y ensalzándolo.


Las palabras de Isabel, junto a la salutación del Arcángel Gabriel, forman el “Avemaría”, seguramente la oración más repetida dentro de los muros de esta insigne Basílica. “Bendita tú entre todas las mujeres”, es la salutación de la madre de San Juan Bautista, del que Jesús dirá más tarde que es el más grande entre los nacidos de mujer y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él (cf. Mt 11,11). María es “bendita” porque se hizo “esclava” del Señor, pequeña al servicio del Reino de los cielos, donde los primeros son los últimos y los últimos primeros.

Y ahora Ella continúa colaborando como Madre con el designio amoroso de Dios, con su plan de redención. De ello es prueba este hermoso santuario, lugar donde se derrama abundantemente la ternura divina, lugar donde María sigue llevando a muchos a su Hijo. Así se lo prometió a San Juan Diego al pedirle una casita para “allí mostrárselo a Ustedes, engrandecerlo, entregárselo a Él, a Él que es todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que es mi salvación”.

Venir a rezar a María, diciéndole “Dichosa”, como Isabel, incluye también reconocerla como modelo de creyente (“Dichosa tú porque has creído”), y aprender a decir como Ella: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38). La auténtica oración cristiana incluye siempre las palabras del Señor: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42), con las que expresamos la confianza en que todo lo que suceda en nuestra vida forma parte de su designio amoroso de Padre. Como creyente, María es la primera discípula, que recorrió con Jesús el camino de la vida, desde que, como joven gozosa, tuvo a su Niño recién nacido entre los brazos hasta que, como madre dolorosa, lloró abrazada al cuerpo sin vida de su Hijo crucificado. Aprendamos de la Virgen a seguir a Jesús, tanto en los momentos serenos como en medio de las pruebas. Como Ella, que nunca abandonó a su divino Hijo, aceptemos en nuestro corazón la voluntad de Dios, sean cuales sean las circunstancias por las que pasemos. Si estamos unidos a Él en el sufrimiento, Él nos hará llegar a la gloria de la resurrección.


Tenemos muchas cosas que pedir a María: por nosotros mismos, por la curación de un familiar, por los hijos, por los problemas económicos, sociales… Pero no se olviden nunca de pedirle aquello en lo que Nuestra Señora más destaca: la fidelidad a Cristo. Pidámosle el tesoro más grande que Ella tiene: su Hijo Jesucristo. Él es el único Salvador, el médico de los cuerpos y las almas, la fuente de la salud, el que nos reconcilia con Dios, el que nos envía al Espíritu Santo con todos sus dones. Supliquemos a María que nos regale a Cristo y, con Cristo en nuestro corazón, afrontemos la vida diaria, con sus alegrías y penas. Pidámosle a Nuestra Señora que su Hijo sea la luz de nuestra vida, la paz de nuestra alma, la razón que nos lleve a servir a los más postergados, la fuerza que nos aliente a no devolver mal por mal, a no mentir jamás. Y, presentándole nuestros anhelos, preocupaciones, sufrimientos y esperanzas…, Ella como Madre sabrá comprenderlos y llevarlos hasta su Hijo, y a nosotros nos dirá: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2,5), para que sea su voluntad la que se cumpla en nuestras vidas.


Por otra parte, no sólo venimos a rezar a María, sino a rezar con María. Y el evangelio nos presentaba la oración con la que Ella, y nosotros con ella, nos dirigimos a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Una oración que consigue abrir las puertas de la gracia y conmover el corazón misericordioso de Dios y realizar obras grandes a través de Ella. No es Ella la importante, sino que es Dios el que obra. Como Juan el Precursor remite a Jesús, así María remite a su Señor. Como aquél decía: “Conviene que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30), así “el honor que el servidor rinde a la Reina viene a recaer sobre el Rey” (San Ildefonso, Libro de la perpetua virginidad de Santa María, XII).


La Iglesia ha aprendido de María que la verdadera evangelización consiste en “proclamar las grandezas del Señor”, anunciar y descubrir los frutos de la redención con un corazón renovado con el ardor del Evangelio. En Ella podemos ver la manera como la Iglesia se hace presente, con la luz del Evangelio, en la vida de los pueblos, en las transformaciones sociales, económicas, políticas. Santa María de Guadalupe es el modelo de una Iglesia peregrina, que no se busca a sí misma, que camina con su pueblo y no quiere quedarse fuera de sus retos y proyectos, de sus angustias y esperanzas. Por eso, forma parte de nuestra historia y la sentimos en lo más profundo de nuestro corazón.







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