Mirar a nuestro alrededor: fuente de alegría

Por fin ha llegado el otoño, aunque las temperaturas aún son veraniegas, y parece que la marcha del curso ya se ha normalizado, tras los comienzos renqueantes ocasionados por un largo periodo vacacional.
Pues eso, que esta mañana he dejado el coche en el garaje y me he ido al hospital en el metro. Y sí, se tarda un poco más, pero te evitas problemas de aparcamiento y ganas unos momentos ideales para leer y observar. Observar, sí y caer en la cuenta del serio talante que predomina en la mayoría de los rostros. Caras serias, miradas perdidas, móviles inquietos y MP3 que regalan sonidos huecos a mentes cansadas.
Así es, y muchas de esas personas ensimismadas eran jóvenes con semblante triste, incapaces de mirar a su alrededor y caer en la cuenta que otras personas, ancianos y mujeres con niños, suplican en silencio que algún joven, de cuerpo que no de espíritu, les ceda su asiento.
Y es que hemos llegado a tal punto de egocentrismo, de autocompasión estéril, que somos incapaces de ver en ese anciano a nuestro abuelo, en esa mujer a nuestra madre, y saltar así con presteza de nuestro asiento, para que sea ocupado por esa persona más necesitada que nosotros.
Por eso, en estos momentos me viene a la cabeza la imagen sonriente de mi abuelo Carmelo; hace dos semanas que se fue al Cielo. Recuerdo que el día de Navidad pasábamos todos a besarle la mano para que nos diera “las estrenas”. ¡Cómo disfrutaba en su generosidad! Y más aún cuando le daba un sobre cerrado a la abuela Angelita, con una dedicatoria que les llenaba de gozo a ambos, y ésta contaba uno a uno los billetes mientras la sonrisa de mi abuelo crecía sin parar. Y todo acababa con un beso apasionado y un “¡gracias!” que nos hacía caer en la cuenta de una realidad bien cierta: hay más felicidad en dar que en recibir. Dios quiera que todos nosotros, sus hijos, nietos y biznietos, aprendamos bien esta lección.