Uno no sale de su asombro ante tal desatino, pues con ignorancia cierta creía que la violencia colectiva y desorganizada contra personas y demás bienes materiales podía venir solo del colectivo que profesa un integrismo religioso descabezado. Pues ahora va y resulta que no.
Uno no sale de su asombro cuando observa la violencia inusitada de unos ciudadanos chinos contra inmuebles y ciudadanos japoneses. Y todo por culpa de unos islotes deshabitados que estaban a la venta. Uno no sale de su asombro, pues pensaba con ignorancia que el integrismo violento jamás era moneda de cambio en las sociedades donde impera el ateísmo oficial. (Más de un historiador se echará las manos a la cabeza por mi cándido desconocimiento).
Los que ejercen la violencia, ya sea en nombre de unos falsos preceptos religiosos o de un nacionalismo denostado, pierden toda la razón que pudieran tener. Causa pavor la violencia desatada por el deseo descontrolado y desproporcionado de poseer unos malditos islotes. Causa perplejidad el despertar nacionalista invasor que creíamos era de épocas pasadas y ya desaparecido.
Y del asombro primero pasamos después a una certeza que es intemporal. El mal, el abuso y uso de la violencia, el odio contra los débiles, la soberbia que nada soporta, la codicia que arrolla todo a su paso… tienen una clara explicación que hasta los más incrédulos pueden atisbar ante tanto desatino: Eso del pecado original ya redimido; que nos ha dejado esa marca que todos tenemos y que atonta la inteligencia y debilita la voluntad; no es un cuento chino. Es más bien una evidencia que aclara cómo es posible que en el corazón del hombre se dé tanta bondad y, al mismo tiempo, una maldad que ningún otro animal de la creación es capaz de superar. Ahí queda eso.
