La otra crisis: Pactos caducos

            Hasta hace bien poco, por lo menos en mi pueblo, los pocos casos de divorcio eran la comidilla del vecindario. En cambio, hoy en día se necesitaría un tiempo extra de cotilleo para ponerse al día de las separaciones acaecidas en el último mes. También, hasta hace nada, eran pocos los novios que decidían irse a vivir juntos sin pasar antes por el altar o por el juzgado. Sin embargo, a día de hoy, parece ser que la mayoría optan por probar antes de dar el paso o, ya de primeras, sin plantearse siquiera esa posibilidad.

            En unos casos y otros, cuando "hay papeles" y cuando no, se suele justificar la separación con un lacónico "se nos acabó el amor". Y ante semejante argumento uno se pregunta si alguna vez hubo ahí amor alguno. El profesor don Rafael Gómez Pérez lo tiene claro y así lo argumenta en uno de sus libros: "Muchos de los amores rotos no eran en realidad amores en el sentido fuerte, en el sentido de que la primera persona del singular es "tú". Hay muchas realidades que se escudan en el nombre de amor: el deseo de salir de la soledad, la costumbre de verse, la mutua conveniencia egoísta de un intercambio sexual, la atracción temporal por unos rasgos de carácter, conocidos solo parcialmente y fuera de otros contextos… No tiene nada de extraño que esos "amores" sean temporales y que terminen pronto. Lo que queda no es dolor por un amor (verdadero) perdido, sino la nostalgia de lo sensible o sensual".

            Y entonces, ¿dónde está la clave para que uno quiera comprometerse para toda la vida y no se "acabe el amor"? Veamos lo que nos aconseja el profesor don Rafael: "Toda nuestra felicidad se reduce a aprender a amar. Hay que desconfiar de lo que lleva el nombre de amor, pero no es más que una emocionante máscara del egoísmo. Pero no hay que temer nunca al amor verdadero, al que no pregunta "¿qué me das?", sino "¿qué quieres?". Ahí queda dicho.