Algunos se pasan su triste vida mirándose el ombligo, creyendo que su propia felicidad, su "realización personal", está por encima de la de todos: de la de su cónyuge, la de sus hijos, los amigos… Por eso, cuando los que están a su lado no cumplen con sus expectativas, hay dejarlos a un lado y seguir buscando a otras personas o situaciones que sí que sean capaces de llenar de dicha su empobrecido corazón.
Ahí tenemos las consecuencias de esa ansia de "autorrealización": Multitud de divorcios basados en excusas sin sentido y una siembra de amargura que afecta a familias enteras, a hijos que son testigos obligados del desamor de sus padres y cuya vida queda rota ya desde los inicios. El derecho de todo niño a tener un padre y una madre queda mancillado por un capricho muchas veces pasajero pero mortífero.
Y a veces este mal no se queda ahí y va más allá si cabe. Pues algunos; por culpa de su ceguera espiritual y tras actuar a su mero antojo infringiendo la ley natural más básica "rehaciendo" su vida ya nada familiar; llegan a exigir que la Iglesia les permita acercarse al sacramento de la Eucaristía. Según afirman, con un convencimiento que causa estupor a la gente sencilla, esa prohibición es obstáculo para su "autorrealización completa", para lograr una felicidad que ya antes han arrebataron a los suyos.
Y lo más penoso de esta plaga egocéntrica, es que esa búsqueda infructuosa; la de su propia y única complacencia; será siempre una constante interminable en su vida. En su inmadurez parecen ignorar que solo se es feliz cuando nos olvidamos de nosotros mismos y pensamos en los demás, cuando los amamos de verdad, sin condiciones ni intereses utilitarios. Ahí queda eso.