CAMINEO.INFO.- Hoy se vive al día. Disponemos de poco tiempo para mirar de vez en cuando hacia atrás y recordar. Los dos primeros días de noviembre nos ayudan a recordar a nuestros antepasados. Al inicio del mes de noviembre celebramos la doble fiesta de Todos los Santos y de la conmemoración de los fieles difuntos.
La muerte es una realidad profundamente humana. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”. Pero a la vez, tal como afirma el Concilio Vaticano II, la muerte es “el enigma más grande de la vida humana”. Se trata ciertamente del enigma que ha preocupado a todas las culturas y a todas las civilizaciones. Una cultura revela su rostro verdadero en la forma de afrontar el misterio de la muerte.
Hoy, en nuestra sociedad, la muerte se esconde tanto como es posible. Son muy pocas las personas que mueren en su casa y bien acompañadas de sus familiares.
En el fondo, el hombre rechaza instintivamente su desaparición perpetua porque es un ser de futuro. En la intimidad más profunda del ser humano hay una semilla de eternidad que lo hace irreducible a la sola materia, porque el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es eterno. La muerte aparece como la puerta que abre sus secretos al misterio del más allá y de la trascendencia.
Los cristianos hallamos en nuestra fe una salida mucho más airosa, satisfactoria, esperanzada y dulce que en la filosofía de Sastre o de Heidegger. La última melodía que escuchan los restos mortales del hombre no son los montones de tierra que caen sobre su propio ataúd. La resurrección vivida por Jesús de Nazaret el día de Pascua se hará extensiva a toda la humanidad.
A un cristiano su fe le comunica esperanza ante la realidad tan cruda de la muerte. Cristo resucitado es prenda de vida eterna para todos los que creen en Él, que ha vencido a la muerte. Él nos sigue diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mi, aunque muera, vivirá eternamente”. La muerte para un creyente en Cristo es ciertamente el punto final de la vida terrenal, pero es también el alba de una vida nueva y feliz en la posesión plena de Dios para toda la eternidad. Se trata de aquella “major naixença” (mayor nacimiento) de que habla el poeta Maragall.
En el Antiguo Testamento, Judas Macabeo hizo ofrecer un sacrificio de expiación por el pecado de los hombres que habían muerto en la batalla. Y el autor del libro sagrado comenta: “Era un gesto bueno y noble, inspirado en la esperanza de la resurrección”. La plegaria por los difuntos forma parte de la preocupación general de la Iglesia.
