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Sinfonía de la libertad

Wed, 11 Jan 2012 06:55:00
 

¿Qué sería de una sinfonía musical si cada instrumento se declarase autónomo y absoluto? Cabe recordar el sugerente comienzo de ”El Silmarillion”, de Tolkien. La sinfonía ha comenzado. Pero uno de los músicos decide separarse del tema principal, “entretejer asuntos de su propia imaginación…, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada”.

El marco de la libertad no es absoluto ni individualista

No es posible entender ni vivir la libertad como un poder que nace y se desarrolla por sí mismo, pues la libertad es propia de los seres inteligentes que se perfeccionan por el amor. “La verdad os hará libres” dice el Evangelio. Ahora bien, ¿qué verdad es esa? No se trata de la verdad meramente lógica o racionalista, sino la verdad que se enraíza, crece y se manifiesta en el amor a Dios y a los demás. La libertad que procede de esa verdad se identifica en la práctica con el amor. Por eso San Agustín pudo expresar: “ama y haz lo que quieras”. Como si dijera: “Si amas auténticamente, todo lo que hagas procederá de ese amor y será obra del amor”.

Con otras palabras, la libertad no es un absoluto, sino que depende de la verdad. Pero no de la verdad entendida como una pura doctrina o sistema de ideas, sino que la libertad se alcanza plenamente en el amor de una vida “vivida” con la autenticidad del Evangelio. Por eso la libertad es un don de Dios, pero también es una tarea humana; más aún, una conquista. Sólo el que ama de verdad es libre.

Esto es lo que explicó Benedicto XVI en el Seminario Romano (20-II-2009), acudiendo al pensamiento de San Pablo en la carta a los Gálatas. Cuando el apóstol dice “Habéis sido llamados a la libertad”, añade: “Que esta libertad no se convierta en un pretexto para vivir según la carne, sino poneos al servicio unos de otros en la caridad”. La libertad no es una excusa para el egoismo, que degrada al hombre. Paradójicamente –interpreta el Papa– “llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros”. Y el motivo es este: “Somos seres relacionales, y sólo aceptando esta relacionalidad entramos en la verdad, de otra manera caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos”.

La verdad que fundamenta la libertad: el amor

La relación con Dios y con los demás es, pues, aquella verdad profunda que fundamenta, crea e incluso acrecienta la libertad humana. La verdad de que el hombre es imagen de Dios-amor, personalmente y también en comunión con los demas. La libertad depende del amor y se realiza en el amor: es una sinfonía, un concierto de muchos instrumentos que se respetan y limitan mutuamente. “Sólo aceptando al otro, aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad el respeto por la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos hace, finalmente, una sola familia humana, yo estaré en camino hacia la liberación común”.

No hay concierto sin partitura común

Desarrollando la metáfora de la sinfonía –dentro de sus límites–, se ve que el concierto sólo es posible si hay una partitura que leer y dar vida con los matices propios de cada instrumento, y un director que señale el ritmo, imprima el carácter de la interpretación y sepa sacar de cada uno lo que es capaz de dar. Según el Papa, “el concierto de la libertad” sólo puede realizarse si hay una verdad común acerca del hombre, de su naturaleza, de tal manera que la verdad no tenga que ser impuesta desde fuera como un positivismo violento que se experimenta como esclavitud. Si el orden y el derecho están al servicio de la naturaleza humana, entonces estarán al servicio de la libertad. El amor es la plenitud de la ley. Y por eso el Evangelio y el Bautismo son una llamada a la libertad, a la superación del egoísmo: “Habéis sido llamados a la libertad”. Cabría añadir: el Evangelio y el Bautismo son la liberación de la libertad; libertad que, a espaldas del amor, se convierte en esclavitud.

Este es –concluía Benedicto XVI– el significado de las célebres palabras de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Amar quiere decir aquí participar del amor de Dios, por los sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, la escucha de la Palabra de Dios, el cumplimento de la voluntad divina. “Así –dice el Papa– somos realmente libres, podemos realmente hacer lo que queremos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad”. Por el contrario, si no hay esta comunión con Cristo y esta “obediencia de la fe”, prevalece la polémica, “la fe degenera en intelectualismo y la humildad es sustituida por la arrogancia de ser mejor que el otro”. Y eso destruye la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.







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