Cada mañana, tras dejar a sus hijos en el colegio, salía a dar una larga vuelta por la ciudad. Hacía años que no tenía nada más interesante que hacer a esas tempranas horas. Así mataba el tiempo un día tras otro y de paso se ahorraba un buen dinero en tabaco, pues iba recogiendo las colillas que otros más afortunados que él habían dejado a medio fumar.
Pero esa mañana un gran tumulto callejero le llamó la atención y le sacó de su ensimismamiento: Decenas de personas se amontonaban dentro, y también a las puertas, de una de las pocas farmacias abiertas ese día. Las quejas eran numerosas y más todavía cuando alguno, tras una larga espera, era sabedor de que su medicamento estaba ya agotado.
Pensó en los pobres farmacéuticos y en la cantidad de millones de Euros que la Administración valenciana les debía por los medicamentos dispensados. Ya no les quedaba otra que presionar con una huelga indefinida que afectara a la mayoría de la ciudadanía. La historia se volvería a repetir y pagarían justos por pecadores.
Se acordó de un familiar suyo que había trabajado hacía unos años de auxiliar en una farmacia. A él le tocaba hacer casi todas las guardias de fin de semana, despachar en el mostrador un buen número de horas al día y cobrar una miseria a fin de mes, pese a ser licenciado en Farmacia y estudiante de Doctorado.
Pensó otra vez en los pobres farmacéuticos y se consoló pensando que su suerte no debía ser la misma que la de sus empleados, pues en su ciudad no había farmacéutico que no tuviera una casa de ensueño, todas ellas de más de dos plantas. Y claro, eso sería impensable si su sueldo fuera también una pura miseria.
Le resultaba inexplicable que la Administración pública abandonara a su suerte a la ciudadanía y a las farmacias que estaban endeudadas hasta las cejas. Sí, era más que inexplicable que estuviesen jugando con la salud de la gente. Aunque para juegos, los de sus sobrinos en casa de la abuela. Ahí en su despensa tenía decenas de cajas de paracetamol, cientos de pastillas para el dolor, pomadas y mejunjes para los huesos, innumerables cajas de gasas… ¡los pequeños se lo pasaban bomba jugando a médicos y enfermeras!
Repensó en los pobres farmacéuticos… ¿Cómo iban a pensar ellos que algunas señoras de su clientela habitual tenían en su casa más medicinas que ellos en el almacén central? Un mal pensamiento le vino a la cabeza… ¡No, seguro que no! Y así, sin más, siguió paseando en busca de aquellas colillas a medio fumar.
