Marzo 2012, la convivencia puesta a prueba

Los sucesos de la última semana de marzo me han llenado de tristeza. El vandalismo en Barcelona, las pintadas, amenazas y coacciones, de los promotores de la huelga en toda España, la falta de respeto de los mal llamados piquetes informativos a los ciudadanos, que vieron coartados sus derechos, pone de manifiesto que vivimos en una sociedad enferma y maleducada, incapaz de aceptar las reglas de juego democráticas, gracias a las cuales los ciudadanos pueden cambiar los gobiernos sin revoluciones.

Seguramente muchos de los agitadores pensarían que estaban cumpliendo con su obligación de luchar por la clase obrera, inducidos y extraviados por sus líderes, que les han ido inoculando, gota a gota, el odio a cualquiera que no comparta sus ideas.

Plantear las relaciones de trabajo como una lucha permanente entre los empresarios y los asalariados es un error. Por ese camino puede llegarse a la situación que tan acertadamente describió Orwell en su "Rebelión en la granja"

No dudo de que sea necesario buscar un modelo empresarial más justo, en el que todas las partes colaboren en libertad y responsabilidad. No veo que los actuales sindicatos busquen tal cosa, sino seguir gozando del presupuesto del estado y de las CCAA, pues si vivieran exclusivamente de las cuotas de sus afiliados serían "otros sindicatos diferentes", más homologables a los que existen en Europa.

Después de un gobierno desastroso, en el que los sindicatos de clase no han conseguido evitar la corrupción, el despilfarro y el desempleo, se aprestan a colaborar con los perdedores del 20-N, para tratar de conseguir en la calle lo que no consiguieron en las urnas.

Si el fin no justifica los medios, menos aún cuando el fin es tan espurio como el tratar de desgastar a un gobierno de la derecha, por ser de derecha. De hecho la izquierda ha utilizado la democracia, desde los lejanos tiempos de Pablo Iglesias, cuando los resultados le han sido favorables, pero cuando le son adversos, han justificado cualquier medio para desalojar a los contrarios del poder con la colaboración sindical y la de los grupos anti-sistema.

Si muchos de los energúmenos, que actuaron de forma vandálica estos días pasados creen, a pie juntillas, que con sus acciones destructivas pueden hacer una revolución que alumbrará un mundo feliz, son unos extraviados que, junto con los autores intelectuales de este tremendo desaguisado, deberían pagar los destrozos y ser castigados por las leyes.

Pero los sindicalistas y políticos tramposos, que no buscan el bien común, sino recuperar el poder por cualquier medio para seguir disfrutándolo, deben cargar con la responsabilidad de haber destruido los valores en los que debe basarse la convivencia democrática, en la que seguramente no creen.