Llega la Semana Santa y me
pregunto sobre el significado que ella pueda tener para los espectadores que
ocupan las aceras. La muerte de Cristo en una cruz deviene en mero tipismo,
vieja tradición que atrae turismo y llena bares y restaurantes.
Que Cristo haya muerto por
todos los hombres apenas si causa impresión. ¿Por qué tuvo que morir? El aceptó
la muerte y murió perdonando, pero resucitó y todo cambió. Pero la resurrección
de Cristo, que llenó de alegría a sus discípulos, pasa desapercibida para la
gente que anda de acá para allá viviendo sus vacaciones.
Lo mismo que cada año tenemos
una cuaresma y una semana santa también tenemos un tiempo pascual durante
cincuenta días que terminan con la fiesta de Pentecostés, a partir de cuyo
momento el Espíritu Santo empujó a los seguidores de Jesús, muerto y
resucitado, a continuar extendiendo por el mundo el evangelio, la buena
noticia, de que Dios nos ama y que está dispuesto a perdonar nuestros pecados
si nosotros perdonamos a los demás, como decimos cuando rezamos el Padre
nuestro.
Pero el problema es que
mucha gente no busca el perdón de sus pecados pues no se reconocen pecadores ni
necesitan confesar. Seguro que la conciencia puede avisarnos acerca de la
bondad o maldad de nuestra conducta pero en la medida en que Dios desaparece de
nuestro horizonte el pecado se esfuma. Las cosas serán buenas o malas según
decidan las leyes que pergeñan en las Cortes varios grupos de políticos
enfrentados.
Lentamente se ha ido
preparando a la gente para que rompa con sus valores, con su pasado, con su
historia. En esta época post-moderna todo es proclamar derechos, es la
democracia, ese invento diabólico que ampara cualquier dislate. Se ensalza la
sexualidad pero se persigue la fecundidad. La gente está tragando eso del
género. Hombre y mujer los creó y ahora quieren convencernos de que existen más
de cien modalidades que exigen derechos sin contemplaciones y que el varón es
un ser despreciable que sobra para el feroz feminismo.
Todo es calla y consume. El
omnipotente estado quiere educar a los jóvenes en lugar de sus padres. Para
ello hay que terminar con la familia cuya demolición está muy avanzada. Casi
nadie se decide a contraer matrimonio para toda la vida. Vivir juntos mientras
dure el placer y si la sensación decae pues a cambiar de persona y comenzar
otra vez. Familias mono parentales, familias desechas y recompuestas. En esta
situación los hijos son un estorbo.
Qué relación puede haber
entre este mundo, en el que todos quieren ser modernos, y el evangelio
anunciado por Cristo hace más de dos mil años. Si empezamos la cuaresma bajo el
signo de la ceniza y la invitación a convertirse y creer en el evangelio, ¿quién
siente necesidad de conversión, de cambiar de vida, de creer el mensaje de
Cristo?
Pero toda nuestra ciencia,
aunque haya logrado alargar nuestras vidas unos cuantos años, a menudo entre dolores y soledad, no logrará evitar el
hecho indudable de que hemos de morir. Muchos dicen que tras la muerte solo
está la nada, pero y si el Dios que nos
concedió la existencia, que mandó a Cristo, su hijo, para decirnos que nos ama
y está dispuesto al perdón y la misericordia, está allí esperándonos, ¿cuándo
lleguemos a su presencia qué le diremos: que el demonio nos engañó, diciéndonos
que podíamos ser como dioses?