Recuerdo cuando empezó a
hablarse de Europa como un proyecto que evitara nuevas guerras. Unos
gobernantes decididos, Adenauer, Schuman, Spaak y De Gasperi, dieron vida a
diversos tratados que ligaban a sus estados en asuntos concretos: el carbón y
el acero, la energía atómica, etc. y en 1957 se firmó el Tratado de Roma y se
creó el mercado común.
España solicitó su ingreso
en 1962, que no fue aceptado por carecer
de un régimen democrático y muchos españoles jóvenes lamentamos nuestra
marginación de un proyecto ilusionante. En nuestro periodo de transición Adolfo
Suárez volvió a solicitar el ingreso en 1977 y tras un periodo larguísimo de
negociaciones entró en la Unión Europea en 1985.
Desde que comenzó a
gestarse Europa como mercado común hasta nuestro ingreso habían ocurrido muchas
cosas, alguna tan grave como las revueltas de mayo de 1968, que introdujeron la
modificación de nuestras costumbres sociales y junto con la difusión de los
métodos anticonceptivos, un rechazo de los valores familiares y del cristianismo
que los sustentaba.
Se fue pasando de una
Europa de los estados a una unión europea en la que los estados empezaron a
ceder parte de su soberanía y en 1993 el tratado de la Unión Europea, firmado
en Maastricht, dió paso al sistema actual en el que se consolida un gobierno y
un parlamento para toda la Unión, cuyas decisiones son de obligado
cumplimiento.
El Tratado de Maastricht
elimina cualquier referencia a las raíces cristianas de Europa e impone desde
una mentalidad totalitaria, de la que no se puede disentir so pena de ser
demonizado, no la revolución comunista que había caído en el 1989, sino la
lenta introducción de nuevos derechos, como el aborto o la aceptación de
diversos tipos de familia, que en realidad representan su desaparición.
Los estados como Hungría o Polonia que no
están dispuestos a abandonar sus propios valores son atacados sin
contemplaciones, como “extrema derecha”.
En España un decidido seguidor de los nuevos valores y los nuevos
derechos fue Rodríguez Zapatero, pero su sucesor Mariano Rajoy, olvidando lo
que prometió en su propios programa, ha aceptado y mantenido las leyes de
Zapatero, no sé si por presiones políticas o por un cambio de sus convicciones,
si las tuvo.
Al mismo tiempo se impone
la obligación de abrir las fronteras al islam que, si bien resulta un
multiculturalismo imposible, sirve para expulsar al cristianismo de la plaza
pública y reducir cada vez más su papel inspirador de valores. Los inspiradores
de la Unión Europea ven la cultura cristiana como un obstáculo a sus
objetivos de lograr una libertad sexual
expansiva y la eliminación de la familia tradicional.
Los resultados e esta
política están a la vista: caída en picado de la natalidad y la nupcialidad, un
envejecimiento progresivamente acelerado de la población y una juventud sin
referencias históricas ni culturales que cree tener derecho a toda y no estar
obligado a nada.
La disminución de la
población es un viejo sueño maltusiano para salvar el planeta. La ecología se
presenta como el nuevo valor a defender y el cuidado de las mascotas va
sustituyendo rápidamente al cuidado de los niños.
La Europa de las naciones
y los valores cristianos se ha hundido, pero la Europa que la ha sustituido
marcha también hacia el fracaso. Todo es cuestión de tiempo si continuamos
gobernados por esa nube de burócratas amaestrados desde Bruselas.