Desde niño aprendí que mientras
los animales solo tienen cuerpo y viven de acuerdo con sus instintos, las
personas tenemos cuerpo y alma. Por un lado tenemos instintos como cualquier
otro ser vivo y por otro alma dotada de memoria, entendimiento y voluntad.
Memoria para retener lo aprendido, entendimiento para comprender lo verdadero y
lo falso y voluntad para obrar, para decidir respecto a mis acciones.
Después me explicaron la cosa de
otra forma: el hombre es un ser dotado de razón y libertad, la razón es la que
conoce la realidad y decide lo que estima bueno o malo y la libertad es la
facultad de elegir para obrar.
Tanto una explicación como otra
me llevan a contemplar las maravillas de la creación ya preguntarme ¿quién lo
ha hecho? Puedo reconocer que existe Alguien todopoderoso que ha creado el
universo y me ha creado también a mí o perderme en complicadas explicaciones
sobre una explosión inicial, sobre la evolución, sobre la nada.
Mi opción personal fue creer en
la existencia de un ser inteligente y maravilloso en el que vivismos, nos
movemos y existimos, que tiene que ser infinitamente sabio y bueno, frente al
cual resulta que aun conociendo lo que es bueno elijo a veces lo malo, que me
cuesta someter mis instintos de soberbia, de odio, de lujuria. Pero estoy
seguro de que Dios puede ayudarme a una permanente conversión del corazón.
San Pablo, en su carta a los
romanos, nos dice que lo que puede conocerse de Dios está a la vista, su eterno
poder y su divinidad resultan visibles para el que reflexiona sobre sus obras,
pero los hombres nos hemos dedicado a pensar vaciedades y pretendiendo ser
sabios somos unos necios al cambiar la gloria de Dios pos nuestras propias
elucubraciones.
Como muchos juzgan que no hay más
dios que el propio hombre, niegan su existencia y se declaran ateos. Por eso
Dios, nos dice San Pablo, los entrega a la inadmisible mentalidad de romper
toda regla de conducta, llenos como están de toda clase de injusticia,
perversidad, codicia, maldad, insolentes y arrogantes, el mundo sin Dios que
tratan de construir hace aguas por todos lados.
Estamos más inclinados a hablar
de delitos “democráticamente establecidos” que de pecados. El pecado está
fijado desde siempre, por eso rechazamos a Dios y a quienes nos hablan de Él.
Podemos observar que parece haber pecados descatalogados. La fornicación, la
sodomía, la pornografía, la droga pareen que son solo ejercicios de nuestros
instintos liberados de toda traba, de toda reflexión. El dominio de sí, la
castidad o el pudor, son virtudes también, al parecer, descatalogadas.
Hemos pasado del matrimonio para
toda la vida a vivir en pareja mientras nos vaya bien y caso contrario
buscarse otra pareja. Claro que en este
sistema los hijos sobran. Hay hasta hoteles en los que no admiten a los niños.
La anticoncepción, el negarse a transmitir la
vida, tiene una aceptación generalizada hasta el aborto. Ser una familia numerosa
resulta ya una rareza. La familia compuesta de un padre y una madre y unos
hijos, para toda la vida, también está en trance de ser descatalogada.
Ahora lo que priva es el amor a
las mascotas, la ecología, las ONGs buenistas que reparten mantas a los
emigrantes que llegan en pateras, etc. ¿Hemos progresado?