En octubre de 1992 el Papa San
Juan Pablo II aprobó el Catecismo de la Iglesia Católica, un grueso libro con
más de 600 páginas y 2855 apartados que trató de ser una exposición orgánica y
sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica
tanto sobre la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del
conjunto de la Tradición de la Iglesia cuyas fuentes principales son la Sagrada
Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia,
estructurado en cuatro partes: La profesión de la fe, los sacramentos de la fe,
la vida de fe y la oración en la vida de la fe. Las cuatro quieren ayudar a
profundizar el conocimiento de la fe y se orienta a la maduración de esta fe,
su enraizamiento en la vida y su irradiación en el testimonio.
Este Catecismo estaba destinado a
ser el punto de referencia para los
catecismos que fueran compuestos en los diversos países. Aquí en España solo
conozco el Youcat, que circuló con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud como
catecismo para jóvenes, no específicamente español, cuya difusión ignoro si ha
tenido continuidad.
En cambio el catecismo que
aprendí de niño, del que recuerdo muchas cosas, era el famoso catecismo del
Padre Ripalda que perdí en alguna ocasión, pero que encontré en una edición que
hizo Luis Carandell, juntamente con el catecismo del Padre Astete en el año
1997.
Tanto Ripalda como Astete nacieron
en el siglo XVI y murieron en el XVII y recogieron las enseñanzas del Concilio
de Trento del que fueron contemporáneos. Ambos catecismos tienen una estructura
similar y estaban pensados para aprenderlos de memoria en forma de preguntas y
respuestas. Tuvieron una larga vida pues estaban vigentes en la primera mitad
del siglo XX y estoy seguro de que muchos de mi edad lo recuerdan perfectamente
y si se le inicia el comienzo “todo fiel
cristiano es muy obligado a tener devoción de todo corazón a la santa cruz de
Cristo nuestra luz...” es seguro que saben seguirlo. Después el maestro o el
catequista preguntaban el nombre del niño y si era cristiano y éste respondía
que lo era por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.
En menos de cincuenta páginas un
capítulo trataba del Credo y los artículos de la fe que eran catorce, siete
sobre la divinidad y siete sobre la humanidad, donde estaba el misterio de la
Encarnación que recitábamos de corrido: “
Vino el Arcángel San Gabriel a anunciar a la Virgen María que el Verbo Divino
tomaría carne en sus entrañas sin detrimento de su virginal pureza…” Mis
padres y mis abuelas lo sabían perfectamente.
Otro capítulo trataba sobre los
diez mandamientos y el significado de cada uno de ellos en nuestras vidas,
explicados con brevedad y exactitud, así como los sacramentos, las obras de
misericordia o los pecados capitales, los enemigos del alma, los dones del
Espíritu Santo y los novísimos o postrimería del hombre, hoy tan olvidados, muerte, juicio, infierno y gloria.
Aquellos pequeños catecismos que
recitábamos en el colegio, la familia o la parroquia eran la más genuina
transmisión de los valores religiosos que hoy resultan tan lejanos.
Ojalá haya reactivado la memoria
de la gente de mi edad y se vuelvan a transmitir los auténticos valores
cristianos sin modificaciones ni recortes.