CAMINEO.INFO.- Comienza la Semana Santa. Nuestras calles y plazas, como las de toda España, se convierten en un inmenso templo. Procesionan imágenes, siempre hermosas y, en ocasiones, esplendorosas. Los cofrades desfilan en silencio y recogimiento. La gente se apiña en las aceras. Los jóvenes hacen Vía crucis vivientes, desafiando al frío y a las inclemencias. Un fervor religioso atraviesa la espina dorsal de nuestra religiosidad. Unos más y otros menos, recibimos una gran catequesis sobre nuestra fe. ¡Demasiadas cosas positivas para que no demos la bienvenida a estos días!
Sin embargo, la Semana Santa más verdadera no se celebra en nuestras calles sino en nuestros templos. Porque en ellos no hacemos un mero recuerdo o una representación colorista de los grandes misterios de nuestra fe. Hacemos su actualización, su re-presentación, en el sentido fuerte de “volver a hacer presentes”. No es “como si” la muerte y resurrección de Jesucristo volvieran a hacerse presentes. ¡Se hacen realmente presentes! En el misterio, en el sacramento. Pero no por eso de modo menos real. Gracias a ello, se convierte en la gran semana, la más importante, la “semana mayor”, como la llama la Iglesia.
Esto explica que las celebraciones litúrgicas no puedan ser suplidas ni suplantadas por ninguna otra, por muy espectacular y colorista que sea. Si no participáramos en la liturgia del Domingo de Ramos, del Jueves y Viernes Santo y, sobre todo, de la Vigilia Pascual, no diré que haríamos un simulacro de la Semana Santa, pero sí que la rebajaríamos a una Semana Santa “pequeña”.
Gracias a Dios esas celebraciones han ido ganando en concurrencia y participación año tras año. Sin embargo, la celebración de la Pasión, del Viernes Santo, y, sobre todo, la Vigilia Pascual todavía necesitan un fuerte impulso en la comprensión de su naturaleza e importancia. La Vigilia Pascual está muy lejos se ser lo que realmente es: el centro y la cumbre de todo el Año Litúrgico.
Durante siglos, el Jueves Santo por la mañana se tenía la celebración penitencial para la reconciliación de quienes habían hecho penitencia pública por algunos pecados particularmente graves. De este modo, una vez reconciliados, ya podían celebrar la Pascua de Cristo, participando en la misa y comunión pascual.
Actualmente la Iglesia no considera oportuno aplicar este mismo rigor penitencial. Pero esto no significa que piense que hoy no se cometen pecados tan graves como los de entonces o que nosotros no tengamos necesidad de reconciliarnos con Dios y con nosotros mismos. Al contrario, todos somos conscientes de que hoy están generalizados pecados que, en un plano objetivo, son gravísimos: el aborto voluntario, la corrupción intencionada de los niños y jóvenes, la explotación sexual de las mujeres emigrantes y los salarios llamativamente injustos de tantos padres y madres de familia.
Hoy día el modo recomendado de prepararnos a estas celebraciones de los misterios centrales de nuestra fe: Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, es acercarnos con corazón contrito y humilde al sacramento del perdón. En él Dios nos acoge y nos estrecha con su corazón lleno de misericordia.
Hace algunas semanas escribí en esta misma página que necesitamos volver a Dios con urgencia y que este retorno es la única solución para nuestra sociedad, muy enferma en el plano conceptual y moral. La Semana Santa es una oportunidad magnífica para ello. De ese retorno sólo cabe esperar bienes abundantes para las personas, las familias y la convivencia y progreso de la sociedad. Dios no es competidor del hombre sino su salvador. Vivamos, pues, la Semana Santa en toda su verdad y plenitud.