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Portada:: Habla el Obispo:: Cardenal Antonio Cañizares Llovera:: CUARESMA, LLAMADA A LA CONVERSIÓN: "SÓLO DIOS"

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CUARESMA, LLAMADA A LA CONVERSIÓN: "SÓLO DIOS"

Mon, 06 Mar 2017 13:01:00
 

CAMINEO.INFO.- Con la imposición de la ceniza, acompañada de las palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio”, iniciamos el santo tiempo de la Cuaresma. No todos los tiempos son iguales. El de Cuaresma es un tiempo especialmente relevante e importante para los cristianos, para su salvación: tiempo de gracia, del don de Dios, de su perdón que nos transforma, purificados, en hombres y mujeres nuevos. La Cuaresma, como nos dice el papa Francisco en su mensaje de este año para este tiempo cuaresmal, «es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios “de todo corazón” (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque, incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a Él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar» (Papa Francisco).

Este tiempo de Cuaresma ha tenido y debe seguir teniendo un hondo significado espiritual: reconstruir y consolidar los cimientos y los pilares de nuestro edificio espiritual, «intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. Necesitamos recuperar la Cuaresma. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y meditar con mayor frecuencia» (Papa Francisco), la Eucaristía, especialmente la del domingo, y el sacramento de la Penitencia, sacramento para la vida renovada y nueva.

Tal vez, en no pocos se ha perdido el gran sentido de la Cuaresma. La secularización de la sociedad, por una parte, como una especie de carcoma que lo corroe todo y, por otra, el debilitamiento de la fe en amplios sectores cristianos, han motivado que palidezca la vivencia genuina de la Cuaresma en la conciencia de nuestras gentes. Sin embargo, sigue con la misma vigencia y actualidad que en otra épocas –si no mayor, porque la necesitamos más–.
La Cuaresma ha sido y debe ser una escuela, escuela que ha permanecido a lo largo de los siglos, para la formación del hombre, del fiel cristiano, para liberarlo de sus cadenas interiores, de las pasiones y de los vicios, para su unificación espiritual, para fortalecerlo en su vida cristiana por la escucha y meditación de la Palabra más asidua e intensa, por la oración viva y sosegada, por la penitencia y la mortificación, por el ejercicio decidido de las obras de caridad; la Cuaresma es tiempo para la educación en la bondad, en la caridad, en el perdón, en la paz, en la reparación del mal realizado, en la esperanza de todos los bienes posibles, en la virtud sincera, en la vida nueva; y, de manera muy singular, la Cuaresma es y debe ser ocasión para recibir la gracia misericordiosa del perdón restaurador de Dios y escuela para participar más y mejor en la Eucaristía dominical y santificar el “Día del Señor” y darle así la gloria que sólo Él merece y crecer en la caridad que de la Eucaristía brota. Una verdadera escuela de vida cristiana.

No es abusivo reconocer cómo este anual y poderoso ejercicio espiritual ha marcado, en otras épocas, el proceso histórico de nuestra civilización y ha sido incalculable el progreso moral y civil que ha impulsado y desarrollado a lo largo de los siglos de la era cristiana en los países de vieja cristiandad.

La espiritualidad cuaresmal es penitencial. Lleva consigo exigencias como el ayuno, del cual queda una obligación reducida a sólo el Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo, o como la abstinencia todos los viernes cuaresmales; estas exigencias, conviene recordarlo, no están abolidas del todo, y mucho menos está olvidado su espíritu o exigencia personal y discrecional. La Cuaresma invita, además, a oraciones asiduas y prolongadas: la oración nos recuerda la necesidad de Dios, su longanimidad y asistencia, la necesidad que tenemos de estar unidos a Él. La Cuaresma dispone para recibir el sacramento de la Penitencia, que, además de ser un acto de humildad, de conversión, de contrición, al que nuestros contemporáneos tienen poco aprecio, es, sobre todo, la acción reconciliadora, de perdón y de gracia restauradora, de la Trinidad Santa en nuestras vidas. Es una llamada asimismo a realizar obras de caridad con el prójimo, de la misma forma que queda la invitación a la meditación y al seguimiento amoroso y misterioso de la Cruz que el cristiano fiel encuentra siempre en su camino. La Cuaresma promueve la penitencia para adiestrar al hombre y conducirlo a la conquista, o mejor, a la reconquista del “paraíso perdido”.

La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal es “conversión”. Se trata, en efecto, de un tiempo muy propicio para convertirnos a Dios, volver a Él, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con Él, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesús. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, “su mentalidad y sus costumbres”, como comprobamos y palpamos en Jesucristo.

Convertirse significa, en consecuencia, no vivir como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por consiguiente, el bien, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres –y aun de la mayoría–, sino sólo en el criterio y juicio de Dios. El tiempo cuaresmal, con el auxilio de la gracia, ha de llevarnos a centrar nuestra vida en Dios, a reavivar y fortalecer nuestra experiencia de Él, a hacer del testimonio de Dios vivo, rico en misericordia y piedad, nuestro servicio a los hombres tan necesitados de Él. La fe en Dios es capaz de generar un gran futuro de esperanza y de abrir caminos para una humanidad nueva donde se transparente su amor sin límites, especialmente volcado sobre los pobres, los desheredados y maltrechos de este mundo.

En otras palabras: convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros; se trata de, como Zaqueo, acoger a Jesús y dejarle que entre en nuestra casa y con Él llegará la salvación, una vida nueva, y el cambio de pensar, de querer, de sentir y actuar conforme a Dios. Convertirse significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y necesidad, de los otros y de Dios, de su perdón, de su amistad y de su amor; convertirse es tener la humildad de entregarse al amor de Dios, dado en su Hijo Jesucristo, amor que viene a ser medida y criterio de la propia vida. “Amaos como yo os he amado”: amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno de los hombres. Necesitamos, con el auxilio de la gracia divina, emprender los caminos de la conversión honda a Dios, vivo y verdadero revelado y entregado en su Hijo Jesucristo, el sólo y único necesario, que es amor, fuente única de verdad, libertad y amor.

Siempre, pero de manera especial esta Cuaresma, este vivir por parte nuestra la fe y el amor de Dios manifestado en Cristo, «la caridad que ama sin límites, que disculpa sin límites y que no lleva cuenta del mal» (1 Co 13), ha de marcar por completo el camino penitencial de este año. La conversión nos ha de proyectar hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la acción de la Iglesia. Es necesario que los hombres vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente contemplamos y seguimos a Cristo, y en el centro de nuestras vidas está Dios «tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: los pobres, los hambrientos, los enfermos, los que sufren, los crucificados de hoy» (cf. Mt 25). Así es como se hace verdad la conversión a Dios, que es amor, y se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia, y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales. La llamada a la conversión, a vivir en el amor y en la caridad de Jesucristo, es una invitación a vivir en el perdón, especialmente apremiante siempre y particularmente hoy, en nuestra situación de tanta violencia, de tanta tensión, de tanto rechazo mutuo, de tanto revisionismo y de memorias cargadas de revancha, de tanta descalificación del contrario o de quien no está en mi grupo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos». «La caridad no lleva cuentas del mal». Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa el coraje de la humilde obediencia al mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación. El cristiano debe hacer la paz aun cuando se sienta víctima de aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así. Él espera que el discípulo le siga, cooperando de este modo a la redención del hermano. En esto, el cristiano sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades recurre a Él.

Al contemplar el Evangelio de «las tentaciones», que se lee el primer domingo de Cuaresma, además de adentrarnos en el misterio insondable de Cristo, de su humanidad en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, que permitió la tentación del maligno, además de esto vemos ahí una luz para nuestro camino, que es un camino de prueba, de tentación, de acrisolamiento de nuestra fe en Dios. En este Evangelio escuchamos la llamada a centrar nuestra vida en Dios, lo sólo y único necesario: «No sólo de pan vive el hombre». Necesitamos avivar esto en los tiempos recios que vivimos, en esa noche oscura de ateísmo colectivo, de apostasía silenciosa, de laicismo oficial, ideológico, en esa situación de nuestro pueblo que padece el gravísimo fenómeno de descristianización.

Vivimos una situación de honda crisis: la crisis social y moral, que denota una crisis honda de humanidad. Este tiempo de Cuaresma, auxiliados por la gracia, debería llevarnos a centrar nuestra vida en Dios, a reavivar nuestra experiencia de Él, a fortalecer la fe, a hacer del testimonio de Dios nuestro servicio a los hombres de hoy tan necesitados de Él.
No podremos contribuir al rearme moral de nuestro pueblo y a su recuperación humana, si en el interior de la Iglesia no viviéramos intensamente y de modo integral la fe en Dios, la experiencia de Él, la centralidad de Él en todo, y si no nos mostramos capaces de brindar y realizar de manera clara y atrayente la propuesta específicamente cristiana.

Como en el resto de la sociedad española, aquí necesitamos también generaciones nuevas de cristianos que tengan la seguridad y la fortaleza suficiente para profesar, practicar y anunciar la fe en este nuevo mundo en el que estamos viviendo, siendo capaces de evangelizarlo, de recrearlo desde la fe, en vez de sucumbir a su poder de seducción. Es posible, con la ayuda de la gracia de Dios, de contar con generaciones nuevas de hombres y mujeres, jóvenes, más convencidos, más convertidos y arraigados en las realidades fundamentales de la fe, capaces de hablar del Dios vivo con palabras fuertes y verdaderas en una situación de laicismo y de increencia; capaces asimismo, de mostrar dónde se halla a nuestro Dios, fuente de vida para el hombre, en una sociedad individualista e insolidaria, estando al lado de los pobres, comprometiéndose en las causas más nobles de la justicia y de la paz en favor de los hermanos, aproximándose a los padecimientos de tantos que sufren en nuestra sociedad.
Para llevar a cabo esto, no lo olvidemos, la Iglesia no tiene otra palabra que ésta: Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, único nombre en el cual podemos ser salvos. Pero esta palabra no la podemos silenciar ni la dejaremos morir. «¿A quién vamos a acudir?». «Quien confiesa que Jesús es el Señor y que Dios, el Padre, lo ha resucitado, se salvará». Venid a mí. Esta es la conversión. La nueva mentalidad.

Por todo ello, estamos llamados a poner los fundamentos de comunidades de cristianos que estén dispuestos a organizar su vida desde la originalidad de la fe vivida incesantemente, con vigor y capacidad para anunciar incansable y confiadamente a Jesucristo con obras y palabras, para abrir sendas de encuentro entre el hombre actual y el Evangelio y caminos a nuevas síntesis entre fe y cultura, válidas para el mundo de hoy. Se trata de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación. La Evangelización nos convoca a una gran empresa: la renovación de la humanidad. «Pero en verdad no habrá humanidad nueva si no hay hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida conforme al Evangelio» (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 18). No habrá humanidad nueva si no hay conversión. Así se nos convoca a lo que es el punto de partida y la piedra de toque de esa renovación de la humanidad: la conversión de cada uno de los que formamos la comunidad eclesial, la conversión personal de los mismos cristianos, la transformación real de nuestras vidas y la liberación del pecado que nos daña y aliena como a todo hombre. Esto lleva a que concedamos, en nuestros intereses, la prioridad a la evangelización intraeclesial. Esto nos lleva a una evangelización de los propios creyentes para fortificar la fe de todos los bautizados y para personalizar más esa fe, sostenida ayer por el ambiente social y sometida hoy a plurales desafíos culturales y sociales, y reclama la formación de comunidades eclesiales, entendiendo por tales aquellas en las que la fe logra liberar y realizar todo su significado originario de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y comunión sacramental vivida en la caridad fraterna y en el servicio gratuito a todos los hombres.

Es necesario, asimismo, en este emprender caminos de conversión que estemos muy atentos a la necesidad de evangelizar la cultura, es decir, en expresión del Papa San Juan Pablo II a «rehacer el entramado entero de la sociedad humana» y a transformar desde dentro los criterios de juicio y las mentalidades que están en contraste con el Evangelio.
Los caminos de conversión que emprendemos nos llevan pues, a abordar con ímpetu renovado el anuncio del Evangelio de Jesucristo a los hombres de nuestro tiempo, de manera comprensible, creíble, amable, para que se conviertan y, una vez convertidos, desde sí mismos, con la luz de la fe y la fuerza creadora del Espíritu, sean capaces de recrear una cultura que, inspirada en la fe, y respondiendo a las necesidades y experiencias del hombre redimido, responda también a las necesidades del hombre moderno de este mundo unificado, tecnificado, puesto por Dios creador en las manos del hombre. Es, en verdad, iniciar los pasos y poner los fundamentos de una nueva época que nosotros tal vez no veremos, pero cuyos fundamentos estamos obligados a poner en el nombre y con la ayuda del Señor. Se trata de reemprender caminos de conversión.

A todo esto, en conclusión, nos invita este tiempo y el camino de Cuaresma: a convertirnos a Dios, lo sólo y único necesario, a adorarle, a volver a Él, con la mirada enteramente puesta en Jesús, su Hijo Único, siguiendo sus pasos y abiertos a su gracia, alimentándonos de su Palabra, dejándonos reconciliar con Él, y participando en la Eucaristía, adoración del misterio de Cristo y con Él adoración del Padre, en la que nos hacemos uno con Él al tomar su Cuerpo y su Sangre, “prenda de la gloria futura”, y así amar con su mismo amor, “como Él nos ha amado”, con ese amor que permanecerá para siempre en el Reino de los cielos y la señal de que el Reino de Dios, su Amor, ha llegado a nosotros en la tierra.

Por esto, en el camino de esta Cuaresma que ahora emprendemos, exhorto encarecidamente y pido de rodillas a todos –sacerdotes, personas consagradas, fieles cristianos laicos, hombres y mujeres, niños y jóvenes, ancianos y adultos, todos– que de manera muy especial nos acerquemos al sacramento de la Penitencia y participemos con mayor fe e intensidad en la Eucaristía dominical.

Para ello os ofrezco tres materiales o documentos para la catequesis y la práctica o participación de la liturgia eucarística dominical, del sacramento de la Penitencia, y de la adoración eucarística.

Recuperar el domingo: la Eucaristía dominical

Es preciso y urgente insistir en esta Cuaresma y “dar un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la Semana” (San Juan Pablo II en Novo milenio ineunte 35). Debemos esforzarnos con todo ahínco, pedagogía y constancia, en que la participación de la Eucaristía sea para cada bautizado y cada comunidad, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no solo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana consciente y coherente. «Sin la Eucaristía dominical no podemos vivir», decían los cristianos en los primeros siglos según testimonio de martirios. Estamos inmersos en un milenio marcado por un profundo entramado de culturas y religiones, y por un ambiente para los cristianos de verdadero exilio en un mundo y cultura secularizados, incluso en países de vieja cristianización. En muchas regiones, podríamos decir en algunos barrios de nuestras ciudades, los cristianos están siendo un «pequeño rebaño» (Lc 12, 32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. «La eucaristía dominical congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad» (San Juan Pablo II, NMI 36).

Es preciso y urgente recuperar el domingo, tener imaginación creadora, buscar y emprender iniciativas audaces para llevar a cabo cuanto está entrañado y exige este Día. Siempre, singularmente en los primeros siglos, el domingo ha ocupado un lugar central en la Iglesia y en las comunidades; cuando el domingo “decae” es que ha “decaído” la comunidad. Son necesarias iniciativas nuevas, por ejemplo “las escuelas dominicales”, o “los oratorios”. Si damos pasos en la revitalización del domingo, habremos dado pasos muy importantes en el fortalecimiento de la experiencia de Dios, en el vigor de las comunidades, en el enriquecimiento y fortaleza de las familias, en la obra de la nueva evangelización, dicha e identidad de la Iglesia.

Para esta revitalización del domingo, urge una “buena y digna” celebración de la Eucaristía, singularmente los domingos y fiestas, en los que se reúne el conjunto de la comunidad cristiana, de modo que tanto los fieles como los sacerdotes puedan vivir el misterio eucarístico en toda su riqueza y así se renueve y fortalezca la vida cristiana de todos. Es necesario insistir en ese punto, pues de cómo vivamos la Eucaristía, de cómo nos situemos ante ella, de cómo la celebremos, depende muy a menudo que haya vitalidad cristiana en nuestras comunidades. El vigor de una comunidad se refleja en cómo celebra la Eucaristía. Ésta ha de marcar el camino de la comunidad.

Necesitamos, por ello, cuidar exquisitamente y vigorizar las celebraciones dominicales y fomentar la participación en ellas. Hay que cuidar su preparación, con la oración personal y comunitaria sobre la base de los textos bíblicos y litúrgicos del día, con la catequesis correspondiente. Hay que hacer una buena catequesis de la Eucaristía y redescubrir la riqueza insondable del misterio eucarístico, para vivirlo más hondamente y que penetre enteramente en nuestras vidas: es lo que se pretende con el “Itinerario de formación en la fe”, que hemos emprendido en nuestra diócesis en cumplimiento del “Proyecto Diocesano de pastoral”. No deberíamos olvidar que la mejor catequesis eucarística es la misma celebración, pero no sólo la mejor catequesis “eucarística”, sino la mejor catequesis y la mejor predicación –no me refiero ahora a la homilía–, el mejor y más amplio cauce y medio de comunicación de la fe. Hay que darse cuenta lo que significa en Valencia, para la evangelización de Valencia, el que cada domingo participen muchos miles en la celebración eucarística. Hay que insistir en la participación de la Eucaristía dominical; esta participación es baja, en torno a un 12%, y hay que elevarla porque para ser y permanecer cristiano se necesita la Eucaristía dominical. No podemos perder este momento. Y, por ello, necesitamos cuidar las eucaristías dominicales en todos sus aspectos y detalles.







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