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María, verdadera madre del cristiano

Mon, 10 May 2010 15:02:00
 
José-Fernando Rey Ballesteros / Espiritualidaddigital.es

CAMINEO.INFO.- 1.- Jn 19, 25-27: su interpretación.

“Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre, y, junto a ella, al discípulo que él amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y, desde aquella hora, el discípulo la acogió en su casa”.


A lo largo de la Historia, la Iglesia ha leído estos versos de San Juan con un particular cariño: en ellos ha vislumbrado el origen de la maternidad divina sobre cada cristiano. Se ha encontrado a sí misma en el propio San Juan, y ha entendido que, mientras Jesús entregaba a su Madre al discípulo amado, más allá del nacimiento de una relación personal entre María y Juan, el hermano de Santiago, latía el deseo de convertir a su Madre en Madre del “discípulo”, de todo verdadero discípulo de Cristo, y, por ende, en Madre de la Iglesia naciente.

Esa interpretación, que, a través de los siglos, ha dado a luz las devociones más tiernas y recias, y que ha hecho que ningún cristiano se privase de llamar “Madre” a María, se funda, a la vez, en un deseo amoroso de Cristo y en un postrer decreto del Hijo de Dios en su breve paso por la Tierra. En cuanto al deseo, podría resumirse la doctrina diciendo que, llevado de sus ansias de entrega total por Amor a los hombres, Jesús quiso, en la Cruz, vaciarse por completo en su oblación. Ofreció su Cuerpo, entregó hasta la última gota de su Sangre... Y entregó, también, a su Madre, para que fuese Madre del discípulo. Por eso, las palabras pronunciadas por el Señor, y recogidas en estos versículos de San Juan, tienen todo el valor de un decreto divino, pronunciado por Cristo Rey desde su Trono de Amor, la Cruz, y, merced a ese decreto, María ha quedado constituida en Madre del cristiano y Madre de la Iglesia. Se trataría, es cierto, de una maternidad “adoptiva”, fundada en unas palabras de Cristo, pero plenamente operativa y eficaz.

Yo quisiera ir un poco más allá, y ofrecer unas consideraciones que iluminasen el misterio de la maternidad de María hacia el cristiano como una maternidad real, no adoptiva ni decretada, sino fundada en el nacimiento de una nueva criatura. María es nuestra madre porque así lo quiso su Hijo Jesús; pero, a la vez, es nuestra madre porque realmente nos ha dado a luz allí, al pie de la Cruz, donde tuvo lugar un verdadero alumbramiento ya anunciado por el propio Jesús antes de padecer:

“La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque ve que le ha llegado su hora. Pero, cuando ha dado a luz al niño, ni se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21).

Horas antes de subir al Gólgota, el Hijo de Dios habló de su Pasión como de un alumbramiento, y todo alumbramiento procede de una madre. La presencia de María junto a la Cruz de su Hijo tiene que ser contemplada bajo esa clave. Ella es la madre.


2.- El alumbramiento.

Ordinariamente, el alumbramiento es un proceso doloroso para la mujer. Debe desgarrarse para que el hijo, a quien, durante nueve meses ha abrazado en sus entrañas, escape de ese abrazo y quede liberado del cuerpo de su madre. Podría decirse que la mujer “deja salir” al hijo, pero lo hace con dolor; su cuerpo debe romperse para que la criatura se precipite hacia la luz. La tradición cristiana cree que el parto de la Virgen, sucedido en Belén, estuvo libre de esos dolores, aparecidos en el mundo a causa del pecado original (cf. Gén 3, 16), como parte del privilegio de su Inmaculada Concepción. Puesto que Ella no conoció el pecado, quedó libre de la maldición.

Sin embargo, treinta y tres años más tarde, volvería a dar a luz a su Hijo en circunstancias muy diferentes. Se trataba, para empezar, de otra luz, de la Luz. Si, en el primer alumbramiento, Jesús abandonó las purísimas entrañas de su Madre para precipitarse en la luz de este mundo, ahora escaparía de la vista de María para hacer su entrada en la Luz de Dios, en su Gloria. En este segundo alumbramiento, el pecado desempeñaba un terrible papel: eran los pecados de los hombres quienes arrojaban a Cristo fuera de este mundo bañado en oprobio y en Sangre. Por eso, a diferencia de aquel primer parto, este alumbramiento estuvo rodeado de dolor desde el principio.

Otro factor convertía este alumbramiento en un misterio radicalmente nuevo y esencialmente salvador: Jesús salía de este mundo cargado con nuestros pecados y abiertos sus brazos en la Cruz. No iba solo en ese viaje: como el Buen Pastor, nos llevaba a nosotros a cuestas. Estaba naciendo la Iglesia: el Cristo total, Cabeza y Cuerpo, Vid y Sarmientos, hacía su entrada solemne en la eternidad atravesando una puerta de muerte. Ha sido el parto más doloroso de la Historia, y nadie puede decir que haya concluido hasta que todos los elegidos hayan alcanzado esa Luz eterna. Por eso San Pablo explica el dolor de la Creación entera bajo esa misma perspectiva:

“Pues sabemos que la Creación entera gime hasta el presente, y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior aguardando la liberación de nuestros cuerpos” (Rom 8, 22-23).

Si nosotros hemos nacido a la vida nueva de la Gracia, es allí donde hemos nacido. Ese alumbramiento fue y es el nuestro, y esa Madre fue y es la nuestra: María.


3.- María sufrió nuestros pecados.

El inmenso dolor de la Virgen, al pie de la Cruz, ese dolor que le fue anunciado por el anciano Simeón en la forma de una espada atravesada en su Inmaculado Corazón (cf. Lc 2, 35), estuvo provocado por nuestras culpas. No puede decirse que, como Jesús, las conociese y las sufriera una a una. Ella no tenía noticia de la singularidad de nuestros muchos pecados, pero todos los sufrió a través de su Hijo, como corredentora y mediadora, títulos ambos confirmados en el Gólgota.

Sin conocer cada uno de nuestros crímenes, el dolor de María fue el de Cristo, y ese dolor estaba causado por ellos. Por eso podemos decir que la Virgen los sufrió junto al Señor, y por eso podemos decir que nuestras culpas han herido a la Madre de Dios. Es imposible hacer sufrir a un hijo sin provocar sufrimiento, a la vez, en la madre. Si María, como ha quedado explicado más arriba, nos dio a luz en el Calvario, ese alumbramiento fue, para ella, terriblemente doloroso, a causa de nuestras infidelidades.

¿Podemos pedir perdón a María por nuestros pecados? ¡Podemos! En el himno “¡Oh, Cruz fiel!”, que reza la Iglesia en las vísperas de la Semana Santa, se dice de la Cruz:

“Tú, el arca que nos salva, tú, el abrazo / de Dios con los verdugos de su Ungido”

Somos, por nuestras infidelidades, los verdugos del Hijo de María. ¿Cómo no pedir perdón a la Madre? ¿Y cómo no encontraremos en Ella ese torrente de Misericordia que brota del costado abierto de Cristo y se remansa en el Inmaculado Corazón de María?


4.- “Ahí tienes a tu hijo”

Llegados a este punto, el significado de las palabras de Jesús a su Madre nos deja ver algo más que un decreto. Son el anuncio de un acontecimiento, el gozoso pregón de una noticia. Las mismas palabras han sonado millones de veces en las habitaciones de los hospitales, cuando el médico o la enfermera traen en brazos, ante la madre, al niño que acaba de nacer: “ahí tienes a tu hijo”.

Jesús, desde la Cruz, estaba llamando la atención de su Madre sobre Juan, el discípulo recién nacido a la gracia, la Iglesia recién engendrada, la cristiandad que acababa de alumbrarse. “Ahí tienes a tu hijo”... Es decir: “Mujer, mira a quién acabas de dar a luz”.

María nos ha alumbrado a la nueva vida de la gracia. Por tanto, es el hombre nuevo, y no el pecador, quien es hijo de María, al igual que es ese hombre nuevo, y no el pecador, quien es, plenamente, hijo de Dios. María no puede ser llamada “Madre de los pecadores”, porque cuanto Ella a dado a luz es puro. Dice San Juan: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado” (1Jn 3, 9). Lo mismo se puede decir de quien ha nacido de María. El pecado nos hace perder la condición de hijos de Dios y de la Virgen. El hombre viejo es hijo de Eva, y el hombre nuevo hijo de María. Ella puede ser llamada, con razón, “refugio de pecadores”, porque a Ella acudimos en nuestro pecado buscando la justificación de Dios a través de Cristo. Pero nunca puede ser llamada “Madre de los pecadores”, porque el hombre pecador es hijo sólo de Eva hasta que renazca a la gracia como hijo de María.

Así pues, si, cuando vivimos en gracia de Dios, y tenemos en nosotros las primicias del Espíritu, podemos llamar a Dios “Abbá”, es decir, “Padre”, por el mismo motivo, podemos llamar entonces a la Virgen “Mamá”, es decir, Madre.








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