“Ningún país puede mantener su libertad sin estar
dispuesto a defenderla"
Ronald
Reagan
La
política exterior del PSOE ha dejado a España expuesta, aislada y debilitada,
en un momento en el que Europa despierta al rearme y Estados Unidos exige que
asuma su propia defensa. Decisiones guiadas por una ambición personal de poder
han comprometido nuestra soberanía y seguridad.
Por
más que se disfrace con palabras como ‘diálogo’, ‘vecindad estratégica’ o
‘realismo geopolítico’, la política exterior del PSOE en las dos últimas
décadas se ha caracterizado por un claro distanciamiento de las democracias
occidentales: no solo ha enfriado sus relaciones con aliados tradicionales como
Estados Unidos o Israel, sino que ha buscado deliberadamente un alineamiento
con regímenes autoritarios, populistas o directamente dictatoriales.
Entre todos ellos,
destaca el caso de Marruecos, cuya monarquía absolutista ha sido tratada por el
PSOE no como un interlocutor firme, sino como un poder ante el que inclinarse.
El respaldo a sus tesis sobre el Sáhara Occidental, las cesiones constantes en
materia migratoria, el silencio frente a sus pretensiones territoriales y la
nula exigencia de reciprocidad en el trato diplomático no describen una
relación entre iguales, sino una clara actitud de postración.
Este
alineamiento no ha sido casual, ni puntual: ha sido una apuesta consciente.
Mientras otros países europeos refuerzan sus alianzas democráticas y recuperan
su soberanía estratégica en un entorno global inestable, el PSOE ha preferido
buscar influencia entre gobiernos que no rinden cuentas, no respetan derechos
fundamentales y utilizan el chantaje como instrumento diplomático. Y todo ello
en nombre de una estabilidad mal entendida, que ha debilitado a España ante sus
socios y la ha aislado de los centros reales de poder e influencia.
Durante
años ha circulado una fotografía ampliamente difundida en redes sociales en la
que aparece José Luis Rodríguez Zapatero posando junto al rey Mohamed VI frente
a un mapa de Marruecos que incluye Ceuta, Melilla, Canarias y parte del sur
peninsular. La imagen es un montaje, como han demostrado verificadores
independientes y agencias de noticias. No existe evidencia de que tal mapa
estuviera realmente presente durante ese encuentro.
Y
sin embargo, la imagen ha calado porque simboliza algo real: la actitud de
complacencia, cesión y subordinación diplomática —primero de Zapatero y después
de Pedro Sánchez— ante el sultán de Marruecos. El montaje no altera los hechos:
su respaldo político al régimen alauita, su silencio frente a las aspiraciones
territoriales de Rabat y, sobre todo, su impulso al giro histórico sobre el
Sáhara Occidental que rompería con décadas de posición española y del propio
PSOE basada en el derecho internacional.
Pedro
Sánchez continuó esa senda. En 2022, envió una carta personal a Mohamed VI
reconociendo el plan marroquí sobre el Sáhara como “la base más seria, creíble
y realista” para resolver el conflicto. A cambio, no recibió ni garantías
estratégicas ni respeto diplomático. Su viaje a Rabat para escenificar esa
rendición política fue coronado por el desprecio del monarca alauita —“Roma no
paga a traidores”— que se negó a recibirlo personalmente. Le dejó en manos de
su primer ministro. Un gesto inequívoco de jerarquía invertida, asumido con
total normalidad por un Gobierno que ha hecho de la sumisión selectiva una
estrategia de poder: acepta sin rechistar humillaciones externas si le reportan
estabilidad o réditos, mientras ejerce un combate frontal y sectario contra
aquellos que no se alinean con sus tesis.
Pero
la carta personal de Sánchez no solo fue una traición al derecho internacional
y a la causa saharaui: fue también una bomba diplomática lanzada sobre la
relación con Argelia, tradicional socio estratégico de España y uno de nuestros
principales proveedores de gas natural. Argel reaccionó con dureza: llamó a
consultas a su embajador, congeló el tratado de amistad con España, restringió
las transacciones comerciales y desvió parte de sus suministros energéticos a
otros países europeos, debilitando nuestra posición energética en un momento
geopolítico crítico.
Lo
más grave no fue solo el deterioro de relaciones con un aliado histórico, sino
que España se enfrentó voluntariamente a Argelia sin haber obtenido ninguna
contrapartida real de Marruecos. Sánchez quemó el puente argelino para
congraciarse con Rabat… y a cambio recibió un desprecio diplomático en toda
regla: un gesto calculado, cargado de significado, que dejó a España en una
posición de inferioridad aceptada disciplinadamente.
Esta
maniobra torpe y opaca de Pedro Sánchez rompió el tradicional equilibrio
español en el norte de África, donde España había sido percibida como actor
neutral y fiable. Hoy, no somos socios preferentes ni de Argelia ni de
Marruecos. Somos irrelevantes para ambos. Y eso se traduce en pérdida de
influencia, de autonomía energética y de peso diplomático en el tablero
internacional.
Mientras
tanto, Marruecos sigue una hoja de ruta clara: rearme, alianzas estratégicas y
proyección regional. Drones armados, cazas F-16, sistemas antimisiles,
tecnología de inteligencia y acuerdos con potencias como Estados Unidos e
Israel. Marruecos ha apostado por la fuerza.
España,
en cambio, se ha desarmado ideológicamente. La “cultura de la paz” promovida
por el PSOE ha servido de excusa para abandonar las capacidades operativas de
nuestras Fuerzas Armadas, posponer inversiones clave y reducir la defensa
nacional a un apéndice burocrático. Mientras el entorno se vuelve más hostil, el
ejército español está cada vez más debilitado,.
Y
este debilitamiento se produce justo cuando Europa empieza a despertar del
letargo estratégico. Tras la invasión rusa de Ucrania, el escenario global ha
cambiado: el pacifismo institucional ha sido sustituido por una tendencia al
rearme, a la inversión en defensa y a la recuperación de la soberanía militar
europea. Países como Alemania, Francia, Polonia y los nórdicos han asumido que
ya no pueden depender exclusivamente del paraguas estadounidense. Estados
Unidos ha dejado claro que Europa debe asumir más responsabilidades en su
propia seguridad. Washington ya no garantiza protección incondicional.
Mientras
Alemania encarga 350 carros de combate Leopard 2, Francia duplica su inversión
en defensa aérea y Polonia compra sistemas de misiles a Corea del Sur, España
presenta como inversión militar nada más y nada menos que la instalación de
placas solares en los cuarteles, la compra de uniformes ecológicos o la
construcción de comedores inclusivos con menús veganos para personal militar.
Todo un despliegue de defensa sostenible. Nada disuade más a un potencial
invasor o a un blindado ruso que una digestión ligera dentro de un uniforme
ecológico. ¿Quién necesita sistemas antiaéreos, drones de combate o capacidades
de ciberdefensa, cuando podemos tener uniformes de cáñamo y cascos hechos con
materiales reciclados? ¡Eso sí que impone respeto! ¡Que tiemble el Kremlin!
¿De
verdad cree Pedro Sánchez que en Bruselas, Berlín o Varsovia van a hacer la ola
a este show de ilusionismo presupuestario como si fuera un truco de magia de
cumpleaños? ¿De verdad piensa que con un par de plantas fotovoltaicas en los
cuarteles ya se puede marcar la casilla de “cumple con la OTAN”? Vamos, que si
mañana hay un conflicto, al menos podremos refugiarnos en unos comedores
inclusivos mientras debatimos sobre el tofu de garbanzos y el impacto del
cáñamo reciclado en la logística militar.
Esto
no es defensa. Esto es un burdo y grotesco intento de maquillaje ideológico con
brocha gorda y purpurina verde. Un intento de hacer pasar el activismo
performativo por estrategia militar. Y lo peor es que lo hace con la convicción
del trilero que cree haber encontrado el truco perfecto para engañar a todos.
Pero claro… esto no es una reunión de cooperativas, señor Sánchez. Esto es la
seguridad nacional. Y las guerras no se ganan con espinacas.
Estos
malabarismos de jugador de ventaja presupuestario son los que nos han conducido
a la irrelevancia internacional, no refuerzan nuestra defensa: solo refuerzan
la idea de que España, bajo este Gobierno, ha renunciado a tomarse en serio su
papel en el tablero europeo.
Y
mientras tanto, nuestros socios en la Alianza Atlántica toman nota. No de lo
que decimos en los discursos institucionales, sino de lo que realmente hacemos.
Y lo que hacemos, por ahora, es dar la espalda a la responsabilidad compartida
de garantizar la seguridad del continente, y convertir la política de defensa
en una parodia extravagante llena de gestos vacíos y titulares de autoayuda. Y
la defensa de un país —mal que les pese a algunos— no se construye con
eslóganes ni postureo sostenible, sino con planificación seria, inversión real
y voluntad de estar a la altura del mundo que nos rodea.
En
ese contexto, la estrategia española resulta aún más incomprensible y
peligrosa. Mientras nuestros socios refuerzan sus ejércitos y reafirman su
autonomía estratégica, el Gobierno de Sánchez insiste en la desmilitarización,
el apaciguamiento y el recorte presupuestario en defensa. España se está quedando
atrás en la única carrera que hoy marca la diferencia entre la supervivencia y
la irrelevancia: la capacidad de defenderse.
Y
para colmo, ni Ceuta, ni Melilla, ni los territorios insulares están
expresamente cubiertos por el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Es
decir, en caso de conflicto en esos territorios, España podría quedarse sola.
¿Ha exigido el Gobierno socialista corregir esa laguna jurídica? No. Porque en
esta doctrina de sumisión estratégica, molestar a Marruecos sigue siendo más importante
que proteger la soberanía nacional.
La
pérdida de peso internacional tampoco es accidental. En 2002, durante la crisis
de la isla de Perejil, España respondió con firmeza —militar y
diplomáticamente— y contó con el respaldo de Estados Unidos. Hoy, el escenario
es otro: el socio preferente de Washington en el Magreb es Marruecos. Y buena
parte de esa pérdida se debe a una política frentista del PSOE hacia nuestros
propios aliados tradicionales.
Zapatero
marcó ese tono desde el principio. Bastó un gesto para mostrar su desprecio al
pueblo estadounidense: quedarse sentado al paso de su bandera en un acto
oficial. No fue una protesta puntual. Fue un mensaje. Y en diplomacia, los
gestos pesan y se pagan. Pedro Sánchez ha continuado esa línea, esta vez con
una hostilidad abierta hacia Israel, otro socio estratégico. Acusaciones
unilaterales, ruptura de equilibrios diplomáticos, simpatías hacia posiciones
abiertamente proiraníes y antiisraelíes… mientras Marruecos estrecha relaciones
con Tel Aviv, España se aísla por razones ideológicas.
Nada
de esto responde a convicciones profundas. Todo responde a un patrón: mantener
el poder como fin último, aunque se destruyan alianzas, se pierdan territorios
de influencia, se traicione al Sáhara, se debilite al ejército y se renuncie a
defender el país del que eres presidente.
El
PSOE ha demostrado que está dispuesto a soportar cualquier humillación —interna
o externa— y aceptar cualquier ataque a la integridad nacional, si eso
garantiza su permanencia en el poder. No se trata ya de una orientación
ideológica discutible. Se trata de un modelo de gobierno que confunde el Estado
con su estrategia de supervivencia.
Y
cuando un partido convierte su permanencia en el poder en su única patria, lo
siguiente que entrega no es ya la dignidad del Estado, sino el Estado mismo.