"El niño que no juega no es
niño, pero el hombre que no juega pierde para siempre al niño que vivió en
él"
Pablo
Neruda
España, en
agosto, se viste de fiesta. Sumida en el calor de la canícula, el aire nos trae
el olor a pólvora quemada, albahaca fresca, espetos asados o la inconfundible
fragancia verde y jugosa de los tomates de Buñol. Es el olor de la fiesta; el
olor de la vida que aflora y que, en este mes, se extiende de norte a sur, de
este a oeste, en un mosaico vibrante de celebraciones patronales.
El
calendario oficinista se toma vacaciones: deja el traje y se calza las
sandalias. Una vuelta por España en este mes nos mostrará lo de siempre,
aquello que a diario miramos sin ver —campanarios, procesiones, romerías y
celebraciones patronales—. No son simples actos festivos, sino el símbolo de un
relato común que nos muestra la pertenencia al grupo que moldea la vida del día
a día. No es solamente un vínculo de vecindad, sino el denso tapiz de la
historia, en el que cada hilo encarna una gesta colectiva y una identidad
forjada a través de generaciones.
Y, en medio
de ese pulso antiguo y familiar, hay instantes en los que la fiesta parece
suspender el tiempo y revelarnos algo inesperado: una vida que resurge tan viva
y poderosa como en su primer despertar, como si el aire mismo se llenara de
voces y miradas cómplices. En el corazón de estas fiestas late algo muy simple,
casi infantil. Es como una tarde en el patio en la que buscamos la alegría
compartida.
El 15 de
agosto es la campana mayor que, del valle a la montaña, y del cabo a la bahía,
hace vibrar el aire y convoca a todos los campanarios de nuestros pueblos: España
entera se viste de fiesta. Da igual ser creyente o no: la Asunción es excusa y
ancla. En torno a esta fecha, los pueblos se abren como abanicos. Procesiones,
sí, pero también sombra en la plaza, sobremesas eternas, un “has vuelto” que es
casi abrazo. La fiesta no pregunta el currículum; pregunta el nombre. Y, a
veces, ni eso. Una mirada cómplice basta. Son las cosas pequeñas las que
sostienen el mundo: el aroma de la mesa compartida, la voz que llama por tu
nombre o la campana que, aun desde lejos, reconoce a quienes vuelven.
En las
fiestas lugareñas, por modestas que sean, se da un “milagro” sencillo: los
sentimientos se entrelazan y todos respiran al mismo compás, como si un latido
común nos guiara sin previo aviso. En una verbena, cuando la banda se arranca
con un clásico, sucede el pequeño prodigio: cien gargantas desafinan a la vez
y, aun así, qué fuerza tiene ese coro desafinado. Es química, sí, pero también
es el misterio sencillo que solo se da en la vida del barrio. Llamémoslo como
queramos; yo lo llamo raíces.
Y hay
pueblos que, aunque no celebren su fiesta mayor en estas fechas, también se
suman al pulso festivo de agosto. Víznar, balcón de la Sierra de Huétor que
mira a la Vega de Granada, cada madrugada del 14 al 15, mientras el cielo aún guarda
las estrellas, despierta con guitarras, coplas y campanillas. El Rosario de la
Aurora no necesita cartel: está en la memoria de todos.
Al abrigo de
esa cita sostenida durante siglos por la voz de sus vecinos, Víznar celebra
también una semana cultural llena de vida. Conciertos, teatro, exposiciones,
talleres y juegos para grandes y pequeños convierten sus calles en un escenario
compartido. No hay grandes focos ni presupuestos millonarios, pero sí algo más
valioso: ganas de encontrarse, de aprender, de disfrutar juntos.
Porque hay
pueblos que no esperan a que les digan cuándo celebrar. Lo hacen porque lo
sienten. Y Víznar, con su Rosario al alba y su cultura en flor, es uno de esos
lugares donde la fiesta no se impone: simplemente surge.
Salgamos a
los caminos, recorramos tierras y compartamos el pulso de pueblos hermanos.
Último miércoles de agosto, Buñol: la Tomatina. Una hora de tomatoterapia
—permítaseme el palabro— donde la política del día se diluye en salsa roja y
carcajadas. Allí nadie presume: por más que uno vaya planchado, saldrá como
marrano revolcado en un charco. Se tiran tomates con la extrema delicadeza de
quien apunta a un blanco de dardos… y el blanco es la nariz del de enfrente. No
hay méritos ni jerarquías; solo juego festivo, y en el juego nos igualamos
todos.
Y al
Mediterráneo con Elche, que se vuelve cielo por dentro: el Misteri. Hay una
Virgen que asciende, sí, pero, sobre todo, hay un pueblo que se cuenta a sí
mismo cada agosto como quien repite un cuento heredado. Las voces suben, bajan,
flotan. Los artilugios, medievales y tan frescos. Desde el banco, una señora de
moño comenta: “Como el año pasado, ¿eh?”. Y esa frase mínima es toda una
poética del tiempo: que se repita, que se repita, que no se rompa.
Málaga, en
feria, es otro Mediterráneo: calle Larios perfumada por sus jazmines, una mirada que
cautiva tras el abanico, vino dulce que no sabe a pecado. Hay caballos, hay
palmas, hay esa manera amable de recibir al visitante como si ya fuera
conocido. Se baila a las cuatro de la tarde y también a las cuatro de la
mañana, y por alguna razón que la ciencia todavía no ha explicado, al día
siguiente uno despierta con ganas de seguir la fiesta.
Más arriba,
en Asturias, el Sella baja como una romería líquida. El primer sábado después
del día 2, entre Arriondas y Ribadesella, las piraguas dibujan una serpiente
multicolor. En la orilla, la geografía se llena de voces: “¡Vamos, que
llegas!”, “¡Aguanta!”. No faltará quien termine con un buen remojón, una
sandalia sí y la gemela perdida en el fondo del río. Al final, en meta,
felizmente, los remeros se hermanan con cansada torpeza, porque el cansancio es
también una forma de comunicarnos.
En Madrid,
agosto es el histórico barrio de La Latina. La Virgen de la Paloma baja en
brazos de bomberos, y ese detalle —tan castizo, tan cinematográfico— convierte
a mucha gente en vecina por unas horas. Se baila chotis (a trompicones, da
igual), se brindan limonadas, se canta en corro. Las corralas ya no son de
madera, pero viva sigue su imagen y su recuerdo entre los vecinos: balcones que
responden a balcones, ojos que se encuentran, niños que aprenden el misterio
del “¿De quién eres?” y entienden que decir el apellido es, de pronto,
pertenecer.
Barcelona
hace magia de papel en Gràcia. Del 15 al 21, las calles se disfrazan con
galaxias de cartón, peces enormes, bosques de botellas. Me lo dijo un vecino la
última vez: “Aquí la belleza no se compra; se recorta”. Y sí, esa estética de
barrio funciona como escuela de lo común. No hay “me gusta” que compita con la
señora que te da un sorbo de horchata y te dice: “Pasa, mira lo que hemos
hecho”.
En Galicia,
Catoira juega al desembarco vikingo el primer domingo de agosto. La ría se
vuelve teatro: cascos, risas, agua. Es una travesura histórica que no falta a
su cita. Nadie pretende descubrir América —ya está descubierta—; se trata de
descubrir al vecino. Reírse juntos del pasado sin ofenderlo. Y luego,
empapados, volver a casa con esa cara de “otra vez hemos ganado sin ganar”.
Laredo, al
final del mes, alfombra el aire con flores. La Batalla de Flores es un
ejercicio de paciencia y amor por lo minucioso: manos que pinchan, pétalo a pétalo,
hasta hacer carrozas que parecen soñadas por una niña tenaz. De cerca, se ven
los dedos morados, las uñas con restos de polen, la sonrisa cansada de quien
sabe que la belleza, cuando se hace a varias manos, tarda más. Pero dura
también más en la memoria.
Hasta aquí
el álbum. Podríamos seguir: Dénia y su Bous a la Mar; Haro y su vendimia
temprana; cualquier ermita con su merienda. Lo importante, creo, es lo que
todas juntas enseñan sin sermonear. Psicología de andar por casa: cuando
cantamos al mismo tiempo, el cuerpo suelta chispas de alegría. Cuando bailamos cerca, medimos el
mundo de otra manera. El cerebro —ese tímido— se atreve. Luego están los
recuerdos: “¿Te acuerdas del año que…?”. Esa frase es la cuerda que nos sujeta
al puente.
Sociología de andar por casa: el capital social —ese
palabro frío— en realidad huele a colonia barata, a bocadillo de tortilla, a
cerveza que se calienta en vaso de plástico. Se fabrica con turnos improvisados
en la barra, con la señora que te guarda la silla mientras vas al baño, con la
cuadrilla que adopta a un tímido. Es el prodigio de la comunicación elemental:
una mirada que dice “vente”, el gesto de apartarse para dejarte sitio, el
idioma común de las sonrisas por encima del ruido.
Filosofía, la justa. La felicidad no es un horizonte a
conquistar. No es una patria. Si acaso, es una plaza que se abre a ratos. Un
baile en el que nos pillamos de sorpresa, dos manos que se encuentran y
dialogan sin mediar palabra. Una pregunta y una respuesta que no necesitan traducción.
Agosto multiplica esos momentos y nos los pone en la mano.
A veces nos entra la tentación de arruinarlo con grandes
palabras. No hoy. Hoy no caben las sesudas reflexiones racionalizadas. Hoy solo
hay lugar para la abuela que saca el abanico y te hace sitio, para el
adolescente que levita de gozo ante el primer “sí” de una mirada, para el
músico que repite por enésima vez el solo y siente en su yo más profundo la
emoción del triunfo. Y caben las cicatrices pequeñas —un roce, un “perdón”, un
“no pasa nada”— que nos vuelven mejores sin hacer ruido.
También caben los quiebros, porque en la vida no hay gozo
sin desconsuelo. Se rompe un vaso, se pierde una niña y dos minutos parecen una
eternidad, alguien se enfada… Y, aun así, la fiesta sigue. Se pasa un pañuelo
por la herida, se escucha un “tranquila, ya está”, una mano aparece para ayudar
a levantarse. Son esos gestos sencillos —una mirada cómplice, una sonrisa regalada—
los que cosen el día y lo salvan.
Me gusta pensar que agosto es nuestro laboratorio solar.
Que practicamos en él lo que nos gustaría trasladar al resto del año: saludar;
compartir la sombra; preguntar sin invadir; reír con, no de… El diálogo cercano
y sincero. Escuchar un “¿Cómo estás?” y ver cómo aguardan la respuesta.
Porque el tema era ese, ¿no? La quimera. La felicidad. Y su
manera humilde de presentarse: como el diálogo tímido de dos miradas que se
cruzan. Ya sé que suena grande. Pero pensemos en la última vez que ocurrió. No
íbamos vestidos de gala. Llevábamos vaqueros y una camiseta.
Cierro, que me llama la plaza. Escucho aquella antigua
canción que me devuelve la juventud. Quiero proponer un deseo sencillo, casi de
niño: que cada agosto siga recordándonos la verdad más vieja y más nueva. Que
la fiesta no es ruido: es un abrazo con lo nuestro, un seguir alimentándonos de
nuestras raíces. Que el color no es maquillaje: es pulso. Que el pueblo llano
—tú, yo, todos— tiene esa sabiduría que no se aprende en ninguna universidad
porque solo aprende en la calle y con alegría en el corazón. Esa sabiduría no
impuesta que fluye de abajo arriba y de dentro afuera. La semilla se halla en
el árbol, y el árbol entero en la semilla. Es la sabiduría de la vía láctea, la
que mamamos apenas alumbramos a la vida.
Nos veremos el próximo agosto. En el mismo lugar o en otro,
da lo mismo. Con la misma luz o con una parecida. Con más canas quizá, pero con
menos prisa y con más ganas. Nos veremos porque nos necesitamos. Y, cuando nos abracemos,
sabremos que la promesa está cumplida: hemos encontrado, por un ratito, esa
quimera. Y no hacía falta más que una plaza y un querer.