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Portada:: Reflexión en libertad:: César Valdeolmillos Alonso:: Cuando los mediocres dictan las reglas

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Cuando los mediocres dictan las reglas

Mon, 08 Sep 2025 17:52:00
 

            "La mediocridad se instala cuando el talento deja de luchar por miedo a incomodar." Arthur Schopenhauer

 

La relajación educativa y el desprecio por el mérito han hecho que la voz de un cualquiera pese más que la de un Nobel. Recuperar la excelencia es la única forma de evitar la decadencia. 

 

 

Tras la bochornosa imagen que estamos ofreciendo al mundo últimamente, creo que ha llegado la hora de hacer un diagnóstico responsable, con rigor y claridad, aunque sin victimismos ni consuelos baratos.

Es comprensible que, observando solo esa imagen y sin profundizar en la realidad española, cualquiera pudiera concluir apresuradamente que España es un país mediocre. Pero esa sería una lectura superficial, que confunde la apariencia con la esencia.

Para huir de personales desahogos y someternos al rigor intelectual, establezcamos que lo mediocre es aquello que, instalado cómodamente en la tibieza de lo común, rehúye el mérito y se conforma con la sombra gris de lo apenas aceptable, incluso cuando dispone de medios para hacerlo mejor.

España no es un país mediocre. Esa imagen distorsionada se derrumba en cuanto miramos de cerca a quienes sostienen el país con su trabajo y talento. Lo demuestran cada día nuestros médicos que operan en hospitales punteros, nuestros ingenieros que diseñan infraestructuras en medio mundo, nuestros científicos que publican en las mejores revistas, nuestros artistas que llenan teatros y museos, y nuestros deportistas que suben al podio con la bandera al cuello. El problema no está en la gente.

El problema está en quienes, desde que el Partido Socialista que cuando asumió el poder hace más de 40 años, impulsó leyes las educativas que rebajaron al mínimo la exigencia del conocimiento y se han apresurado a derogar cualquier norma aprobada por la oposición que buscara fomentar el raciocinio y el saber, consolidando así un sistema que premia la mediocridad. Y es precisamente esa mediocridad institucionalizada la que alimenta la imagen exterior que tanto nos perjudica.

Sin un proyecto de futuro que ilusione y beneficie a todos, han preferido apoyarse en una ideología imaginaria que promete un paraíso terrenal por el simple hecho de haber nacido. Un relato cómodo, sin exigencias, que vende derechos sin deberes y bienestar sin esfuerzo. Mientras tanto, el país se desliza hacia un terreno peligroso: el de la irrelevancia.

La degradación ha sido progresiva y constante. Primero llegaron los eslóganes ideologizados que sustituyeron a los diagnósticos elaborados con rigor en base a los hechos probados. Después, una educación que sustituyó al maestro (magister) por enseñante y, menoscabando su autoridad, rebajó la exigencia, promocionó sin garantizar el aprendizaje y confundió el aprobar con el saber. Las instituciones fueron colonizadas por partidos que premian la fidelidad al que manda por encima del conocimiento y el mérito, y la economía se inclinó hacia la renta fácil de la cercanía al poder en lugar de la innovación y la productividad. La polarización convirtió la política en un combate de identidades, donde los datos y la verdad importan menos que el color de la camiseta. Y, como telón de fondo, se instaló la cultura del atajo: “si cuela, cuela” como filosofía nacional.

La política, en lugar de liderar, ha secuestrado las instituciones. Los nombramientos se reparten por cuotas, las leyes cambian al ritmo de las encuestas o de las exigencias de los apoyos parlamentarios, el gasto público se utiliza para fidelizar votantes y el discurso se llena de promesas sin contrapartidas. Y por si el lastre que supone esta situación no fuese suficiente, la oposición dividida está más pendiente de enfrentarse entre sí que de presentar una iniciativa política con visión de Estado.

No faltan recursos ni talento. Faltan reglas que premien el esfuerzo, la competencia, la cooperación y la verdad, y que castiguen la falsedad, el amiguismo, el fraude y la ineptitud. Lo más grave es que hemos asumido este estado de cosas. Toleramos que la chapuza la conviertan en normalidad, hemos borrado la línea entre aprobar y aprender, y criticamos el dedo mientras buscamos su favor.

Y en este contexto, no es casual que un episodio reciente haya mostrado hasta qué punto la relajación del conocimiento y el desprecio por el mérito han calado en nuestra cultura. Una figura pública con millones de seguidores en redes sociales, lejos de aprovechar su altavoz para acercar a la gente a un poema, una idea o un relato, decidió proclamar que “no sois mejores porque os guste leer” y que hay que “superar” que a algunos no les guste. No se trató de una confesión personal sobre gustos, sino de una reivindicación pública de la incultura como estilo de vida, presentada como si fuera un gesto de autenticidad.

El problema no es que alguien no lea novelas; el problema es que, en un país donde la comprensión lectora se desploma y la educación ha rebajado su exigencia durante décadas, un mensaje así se convierta en tendencia y sea celebrado por millones. Que un referente social transmita que no pasa nada por no leer —y que incluso se pueda presumir de ello— es funcional a un sistema que prefiere ciudadanos dóciles, entretenidos y poco críticos. Es la consecuencia directa de una política educativa que ha ignorado el meritorio esfuerzo intelectual y ha permitido que, en la escala de influencia, un cualquiera tenga infinitamente más seguidores que un premio Nobel. Y eso significa que, en la práctica, ejerza más poder cultural quien no ha aportado nada al conocimiento que quien ha contribuido a él de forma decisiva.

La influencia de estos don nadie no es inocua: moldea aspiraciones, fija referentes y define lo que se percibe como normal. Si la normalidad que transmiten es la de la cultura como decoración, la opinión sin fundamento y la ignorancia orgullosa, el resultado es una ciudadanía menos preparada para cuestionar, debatir y decidir. Y como consecuencia una democracia más débil y por tanto, más vulnerable.

Este fenómeno de distorsión cultural no es nuevo. Hace años circuló por redes un texto titulado El triunfo de los mediocres, en el que se describía a España como un país que había arrinconado la excelencia. Se atribuyó falsamente al humorista Forges, cuando en realidad lo negó en reiteradas ocasiones. La falsa autoría se viralizó porque el nombre de Forges daba más impacto al mensaje. Este episodio es un ejemplo perfecto de cómo incluso las ideas críticas pueden ser manipuladas o mal atribuidas para reforzar un relato, y de cómo la superficialidad y la falta de verificación se han normalizado en el debate público.

Esta mediocridad instalada tiene rasgos claros: puestos otorgados por cercanía y no por capacidad, títulos inflados cuando no falseados, desprecio por el experto, instituciones al servicio del poder bordeando —cuando no ignorando— la ley, ingente burocracia que ahoga el emprendimiento, cortoplacismo electoral, impunidad para el que falla y estigmatización del que acierta por poner en evidencia al que fracasa. La mayoría de los medios, si no han sido ya colonizados, rehenes del clic y de la subvención, contribuyen a mantener el espejismo con un lenguaje que disfraza los problemas de “retos” y las crisis de “oportunidades”.

España corre el riesgo real de quedar marginada del grupo de democracias occidentales de primer nivel. No por falta de talento, sino porque quienes ostentan el poder son auténticos mediocres que temen a la excelencia. Prefieren un país dócil, entretenido con relatos y subvenciones, antes que una nación exigente que les pida cuentas.

No somos un país mediocre. Somos un país secuestrado por mediocres. Y si no rompemos esas cadenas, no solo perderemos competitividad y bienestar: perderemos el respeto de nosotros mismos y el lugar que nos corresponde en el mundo. El tiempo para reaccionar no es mañana. Es ahora.









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