"La mediocridad se instala
cuando el talento deja de luchar por miedo a incomodar." Arthur
Schopenhauer
La relajación educativa y el desprecio por el mérito
han hecho que la voz de un cualquiera pese más que la de un Nobel. Recuperar la
excelencia es la única forma de evitar la decadencia.
Tras la bochornosa imagen que
estamos ofreciendo al mundo últimamente, creo que ha llegado la hora de hacer
un diagnóstico responsable, con rigor y claridad, aunque sin victimismos ni
consuelos baratos.
Es
comprensible que, observando solo esa imagen y sin profundizar en la realidad
española, cualquiera pudiera concluir apresuradamente que España es un país
mediocre. Pero esa sería una lectura superficial, que confunde la apariencia
con la esencia.
Para huir de
personales desahogos y someternos al rigor intelectual, establezcamos que lo
mediocre es aquello que, instalado cómodamente en la tibieza de lo común,
rehúye el mérito y se conforma con la sombra gris de lo apenas aceptable,
incluso cuando dispone de medios para hacerlo mejor.
España no es
un país mediocre. Esa imagen distorsionada se derrumba en cuanto miramos de
cerca a quienes sostienen el país con su trabajo y talento. Lo demuestran cada
día nuestros médicos que operan en hospitales punteros, nuestros ingenieros que
diseñan infraestructuras en medio mundo, nuestros científicos que publican en
las mejores revistas, nuestros artistas que llenan teatros y museos, y nuestros
deportistas que suben al podio con la bandera al cuello. El problema no está en
la gente.
El problema
está en quienes, desde que el Partido Socialista que cuando asumió el poder
hace más de 40 años, impulsó leyes las educativas que rebajaron al mínimo la
exigencia del conocimiento y se han apresurado a derogar cualquier norma
aprobada por la oposición que buscara fomentar el raciocinio y el saber,
consolidando así un sistema que premia la mediocridad. Y es precisamente esa mediocridad
institucionalizada la que alimenta la imagen exterior que tanto nos perjudica.
Sin un
proyecto de futuro que ilusione y beneficie a todos, han preferido apoyarse en
una ideología imaginaria que promete un paraíso terrenal por el simple hecho de
haber nacido. Un relato cómodo, sin exigencias, que vende derechos sin deberes
y bienestar sin esfuerzo. Mientras tanto, el país se desliza hacia un terreno
peligroso: el de la irrelevancia.
La
degradación ha sido progresiva y constante. Primero llegaron los eslóganes
ideologizados que sustituyeron a los diagnósticos elaborados con rigor en base
a los hechos probados. Después, una educación que sustituyó al maestro (magister) por enseñante y, menoscabando
su autoridad, rebajó la exigencia, promocionó sin garantizar el aprendizaje y
confundió el aprobar con el saber. Las instituciones fueron colonizadas por
partidos que premian la fidelidad al que manda por encima del conocimiento y el
mérito, y la economía se inclinó hacia la renta fácil de la cercanía al poder
en lugar de la innovación y la productividad. La polarización convirtió la
política en un combate de identidades, donde los datos y la verdad importan
menos que el color de la camiseta. Y, como telón de fondo, se instaló la
cultura del atajo: “si cuela, cuela” como filosofía nacional.
La política,
en lugar de liderar, ha secuestrado las instituciones. Los nombramientos se
reparten por cuotas, las leyes cambian al ritmo de las encuestas o de las
exigencias de los apoyos parlamentarios, el gasto público se utiliza para
fidelizar votantes y el discurso se llena de promesas sin contrapartidas. Y por
si el lastre que supone esta situación no fuese suficiente, la oposición
dividida está más pendiente de enfrentarse entre sí que de presentar una
iniciativa política con visión de Estado.
No faltan
recursos ni talento. Faltan reglas que premien el esfuerzo, la competencia, la
cooperación y la verdad, y que castiguen la falsedad, el amiguismo, el fraude y
la ineptitud. Lo más grave es que hemos asumido este estado de cosas. Toleramos
que la chapuza la conviertan en normalidad, hemos borrado la línea entre
aprobar y aprender, y criticamos el dedo mientras buscamos su favor.
Y en este
contexto, no es casual que un episodio reciente haya mostrado hasta qué punto
la relajación del conocimiento y el desprecio por el mérito han calado en
nuestra cultura. Una figura pública con millones de seguidores en redes
sociales, lejos de aprovechar su altavoz para acercar a la gente a un poema,
una idea o un relato, decidió proclamar que “no sois mejores porque os guste
leer” y que hay que “superar” que a algunos no les guste. No se trató de una
confesión personal sobre gustos, sino de una reivindicación pública de la
incultura como estilo de vida, presentada como si fuera un gesto de
autenticidad.
El problema
no es que alguien no lea novelas; el problema es que, en un país donde la
comprensión lectora se desploma y la educación ha rebajado su exigencia durante
décadas, un mensaje así se convierta en tendencia y sea celebrado por millones.
Que un referente social transmita que no pasa nada por no leer —y que incluso
se pueda presumir de ello— es funcional a un sistema que prefiere ciudadanos
dóciles, entretenidos y poco críticos. Es la consecuencia directa de una
política educativa que ha ignorado el meritorio esfuerzo intelectual y ha
permitido que, en la escala de influencia, un cualquiera tenga infinitamente
más seguidores que un premio Nobel. Y eso significa que, en la práctica, ejerza
más poder cultural quien no ha aportado nada al conocimiento que quien ha
contribuido a él de forma decisiva.
La
influencia de estos don nadie no es inocua: moldea aspiraciones, fija
referentes y define lo que se percibe como normal. Si la normalidad que transmiten
es la de la cultura como decoración, la opinión sin fundamento y la ignorancia
orgullosa, el resultado es una ciudadanía menos preparada para cuestionar,
debatir y decidir. Y como consecuencia una democracia más débil y por tanto,
más vulnerable.
Este fenómeno
de distorsión cultural no es nuevo. Hace años circuló por redes un texto
titulado El triunfo de los mediocres, en el que se describía a España como un
país que había arrinconado la excelencia. Se atribuyó falsamente al humorista
Forges, cuando en realidad lo negó en reiteradas ocasiones. La falsa autoría se
viralizó porque el nombre de Forges daba más impacto al mensaje. Este episodio
es un ejemplo perfecto de cómo incluso las ideas críticas pueden ser
manipuladas o mal atribuidas para reforzar un relato, y de cómo la
superficialidad y la falta de verificación se han normalizado en el debate
público.
Esta
mediocridad instalada tiene rasgos claros: puestos otorgados por cercanía y no
por capacidad, títulos inflados cuando no falseados, desprecio por el experto,
instituciones al servicio del poder bordeando —cuando no ignorando— la ley,
ingente burocracia que ahoga el emprendimiento, cortoplacismo electoral,
impunidad para el que falla y estigmatización del que acierta por poner en
evidencia al que fracasa. La mayoría de los medios, si no han sido ya
colonizados, rehenes del clic y de la subvención, contribuyen a mantener el
espejismo con un lenguaje que disfraza los problemas de “retos” y las crisis de
“oportunidades”.
España corre
el riesgo real de quedar marginada del grupo de democracias occidentales de
primer nivel. No por falta de talento, sino porque quienes ostentan el poder
son auténticos mediocres que temen a la excelencia. Prefieren un país dócil,
entretenido con relatos y subvenciones, antes que una nación exigente que les
pida cuentas.
No somos un
país mediocre. Somos un país secuestrado por mediocres. Y si no rompemos esas
cadenas, no solo perderemos competitividad y bienestar: perderemos el respeto
de nosotros mismos y el lugar que nos corresponde en el mundo. El tiempo para
reaccionar no es mañana. Es ahora.