"La
sombra del caudillo se alarga cuando el pueblo se acuesta a dormir."
Anónimo
Se
acabaron las vacaciones. Siempre he pensado que es septiembre cuando comienza
el año y no en el solsticio de invierno. Septiembre es el momento de comenzar
un nuevo ciclo de trabajo, de poner en marcha nuevos proyectos y alcanzar
nuevos objetivos —probablemente más ambiciosos que los ya superados—, de
ponernos a prueba y vencernos a nosotros mismos.
En
este mundo tan competitivo en el que vivimos, creemos que nos esforzamos para
superar a nuestros competidores, pero no es así. En realidad, lo nuestro es una
carrera sin fin en la que nuestro único competidor somos nosotros mismos. Y es
bonito, es hermoso que así sea porque de esa necesidad de superación que siente
el ser humano, es de donde realmente nace el auténtico progreso.
El
progreso no consiste en que ningún mesías venga a otorgarnos ningún supuesto derecho.
Los derechos no se otorgan. Hay que ganarlos. Entre otras razones porque donde
haya un derecho, siempre habrá un deber. La vida no regala nada. No es cierto
que por el mero hecho de nacer seamos acreedores de algo. La vida se alcanza
con esfuerzo, con un inmenso esfuerzo. Apenas llegamos al mundo, ya
comenzamos un combate por sobrevivir. ¿Alguien ha reparado en la lucha
titánica que un recién nacido mantiene para alimentarse del pecho de la madre?
No, en la vida nunca nadie nos regalará nada. Y si alguien nos
promete “todos los reinos del mundo y su gloria” a cambio de nada, quizá sea el
momento de recordar las tentaciones bíblicas: “Todo esto te daré, si postrado
me adoras.”
Siempre habrá alguien que so pretexto de hacer que
volemos más alto, esté dispuesto a cortarnos las alas. Son los mercaderes que nos
prometen rosas y nos llenan de espinas.
Siempre
habrá quien bajo palabras amables oculte sus ilimitadas ansias de poder y sueñe
con ejercerlo como si fuese dios
Otros
no dudarán en arrojar su propia dignidad al barro con tal de alcanzar el trono,
para quienes no existe muro alguno que sea capaz de contenerlos.
Son
los que sin detenerse, avanzan apoyados en las muletas del disimulo, la
ocultación, el engaño y la mentira sin importarles las ruinas que dejen tras de
sí. Quienes reniegan del caudillaje, mientras nos someten como caudillos.
Hay
figuras que no se marchan, aunque el tiempo las desgaste y la historia las
condene. El caudillo —más que un individuo— es una forma de poder que se
disfraza, se reencarna, se reinventa, se adapta. No se presenta siempre con
rostro severo ni con voz de mando. A veces llega envuelto en promesas de
redención, con palabras dulces que acarician el oído colectivo, con gestos que
simulan cercanía, humildad o sacrificio. Pero bajo cada máscara se oculta el
mismo semblante: el poder absoluto que, por más máscaras que adopte, siempre
revela su vocación de dominio y su desprecio por la libertad.
Por
mucho que tratemos de impedirlo, el caudillo nos acompañará como la sombra que
proyectamos al caminar. No porque lo elijamos, sino porque está inscrito en la
memoria de los pueblos, en sus miedos, en su necesidad de guía, en su tentación
de delegar la libertad a cambio de seguridad. Y aunque tratemos de huir corriendo
hacia la luz, su silueta nos sigue, adherida a la
entraña misma de cada uno de nosotros.
Lo
más inquietante es que no siempre lo reconocemos. Porque el caudillo no grita,
seduce. No impone, persuade. Y cuando se impone por la fuerza —de las armas,
de los votos torcidos o de la propaganda—, es cuando se presenta como el
salvador del supuesto caos que él nos pinta. Y en ese juego de
apariencias, se convierte en parte de nosotros: en el reflejo de nuestras
propias contradicciones, en el eco de nuestra fragilidad.
Pero
bajo su dominio, la vida se marchita: nos arrebata la libertad, nos vacía los
bolsillos, nos roba los sueños y nos hunde en la miseria. No es ni guía ni
salvador; es el carcelero que disfraza la celda de paraíso.
Por
eso, no basta con denunciarlo. Para luchar contra él hay que tener conciencia
de que el caudillo no muere con el hombre que lo encarna. Vuelve a surgir, adopta
nuevas formas y cambia de cara, de nombre y hasta de ideas —si es necesario
asume las absolutamente opuestas—. Vive en las estructuras que lo permiten, en los
vacíos que lo invocan, en las esperanzas que lo alimentan. Es la sombra que
nunca se despega, porque nace del cuerpo mismo de la sociedad. Y aunque
intentemos desprendernos de él, aunque corramos hacia la luz, su silueta nos
sigue, adherida a la entraña misma de cada uno de nosotros.
El
caudillo es como ese depredador que nunca duerme. No necesita anunciarse: está
ahí, agazapado, esperando el instante en que bajemos la guardia. No importa si
se viste de salvador, de amigo del pueblo o de voz de la justicia; su instinto
es siempre el mismo: dominar. Y nosotros, que caminamos cada día entre nuestras
rutinas —trabajar, comer, cuidar de los nuestros—, debemos recordar que hay
otra necesidad tan vital como el pan: la de defender lo que somos.
Preservar
nuestra autonomía, nuestra independencia y nuestra libertad no es un lujo para
tiempos tranquilos, es una tarea diaria, tan necesaria como respirar. No se
trata de vivir en guerra permanente, sino de vivir despiertos y en alerta constante
como el centinela en su guardia. De no entregar, por comodidad o cansancio, las
llaves de nuestra voluntad.
No
dejemos que esta lucha nos consuma ni nos robe la alegría de vivir, porque el
fin último no es resistir por resistir, sino vivir. Y vivir de verdad es
encontrarnos con nosotros mismos: reconocernos libres, dueños de nuestro paso,
capaces de decidir hacia dónde vamos. El caudillo acecha, sí, pero mientras
mantengamos encendida la conciencia, mientras no olvidemos que la libertad se
cuida como se cuida el fuego en la noche, su salto no nos tomará
desprevenidos.
Tal vez, si
somos conscientes de esta realidad, en el comienzo simbólico de este nuevo año,
—curso, etapa, ejercicio, o como queramos llamarlo— ya que la vida es muy
corta, deberíamos fijarnos un objetivo fundamental. En la medida en que
podamos, ser dueños de nosotros mismos y buscar esas pequeñas cosas que sin
darnos cuenta, son las que nos proporcionan los momentos más felices. la
compañía de un amigo que permanece en los momentos difíciles; la sonrisa de un
niño; un ‘te quiero’ inesperado; la caricia de un hijo; o, cuando la pasión se
ha extinguido, la mirada llena de ternura de quien ha hecho el camino junto a
ti.
La
historia demuestra que ningún poder absoluto es eterno. Hemos visto caer
imperios, dictaduras y liderazgos que parecían inamovibles. No fue por azar,
sino porque hubo personas y comunidades que, sin dejarse arrastrar por el miedo
ni por la comodidad, defendieron su espacio de libertad día tras día. Esa es la
verdadera esperanza: saber que, aunque el caudillo aceche, la vigilancia
compartida, la educación crítica y la unión en torno a valores firmes han
logrado, una y otra vez, abrir grietas en muros que parecían indestructibles. Y
si otros lo han hecho antes, nosotros también podemos hacerlo.
Cuando ese
alguien intenta cortarnos las alas, solo queda alzar el vuelo más alto que
nunca.