"Un pueblo que reniega de su pasado,
acaba condenado a repetirlo como farsa o a
vivirlo como vergüenza."
El 12 de
octubre no es solo una fecha simbólica en el calendario: es la conmemoración de
un encuentro histórico que dio origen a una de las comunidades culturales más
vastas y diversas del planeta. Sin embargo, cada año la celebración del Día de
la Hispanidad reabre un viejo debate: ¿debemos sentir orgullo por aquel legado
o vergüenza por las sombras de la conquista? La persistencia de la leyenda
negra, todavía esgrimida con éxito dentro y fuera de España, convierte esta
jornada en la ocasión idónea para reflexionar, con rigor y sin complejos, sobre
nuestro pasado común y sobre el uso interesado que aún se hace de él en la
política contemporánea.
Cinco siglos
después de que España se convirtiera en la primera potencia global de la
historia, su imagen sigue lastrada por un relato forjado en la propaganda de
sus enemigos: la Leyenda Negra. Lejos de ser un recuerdo marginal, esta
narrativa se ha instalado en la conciencia de muchos españoles de buena fe,
De este
modo, lo que en otros países se combate con una narrativa nacional positiva, en
España se ha convertido en un arma interna de polarización.
El origen de
una propaganda eficaz
La leyenda
negra no nació de la nada. Tuvo un detonante preciso: la obra de fray Bartolomé
de las Casas, Brevísima relación de la
destrucción de las Indias (1552). Escrita como alegato moral para sacudir
la conciencia de la Corona —y probablemente también la suya propia, por haberse
beneficiado en sus primeros años de la encomienda—, fue inmediatamente
utilizada por Inglaterra, Holanda y Francia como prueba del supuesto carácter
genocida del Imperio español.
De la mano
de grabados, panfletos y crónicas manipuladas, el español pasó a ser visto como
un ser cruel, fanático y atrasado. Frente a la propaganda anglosajona, que
presentaba sus colonizaciones como “misiones civilizadoras”, España quedó
marcada como símbolo de intolerancia y barbarie. Lo decisivo no fue que otros
países creyeran en esa propaganda —todos usaron relatos similares contra sus
rivales—, sino que España nunca supo contrarrestarla con eficacia. La
autocrítica de Las Casas, unida al pesimismo barroco de sus élites
intelectuales, dejó el terreno abonado para que esa imagen prosperase.
El eco en
Hispanoamérica
Con el
tiempo, la leyenda negra encontró un segundo cauce: el relato independentista
de las repúblicas hispanoamericanas en el siglo XIX. Para construir su
identidad nacional, necesitaban justificar la ruptura con la metrópoli. Y el
recurso más sencillo fue presentar a España como potencia opresora y atrasada.
Todavía hoy,
en muchos manuales escolares latinoamericanos, el conquistador español aparece
descrito en términos maniqueos: saqueador, genocida y tirano. Ese relato se
convirtió en herencia transmitida de padres a hijos. Sin embargo, la evidencia
histórica de que España reconoció jurídicamente a los indígenas como súbditos
con derechos, legisló para limitar los abusos y fomentó un mestizaje único en
el mundo apenas tiene cabida en esos textos, donde se oculta un hecho decisivo:
mientras otras potencias colonizadoras exterminaron a los pueblos originarios, España
se mezcló con ellos y los incorporó a una comunidad que no solo fue política y
cultural, sino también moral: un nuevo modo de entender la vida y la dignidad
humana, muy distinto de los sacrificios rituales que habían marcado su pasado,
y donde, por primera vez, aquellos pueblos fueron reconocidos como parte de una
comunidad universal.
La
apropiación por la izquierda española
Lo más
singular es lo ocurrido en España misma. A raíz del Desastre del 98 y de la
crisis de identidad nacional que provocó, intelectuales y políticos comenzaron
a asumir los tópicos de la leyenda negra como explicación de la decadencia. El
regeneracionismo, la Generación del 98 y, más tarde, la izquierda republicana
convirtieron aquel relato en un arma cultural contra la tradición nacional,
hasta el punto de que, a comienzos del siglo XX, España ya había hecho suya la
propaganda que sus enemigos habían creado siglos atrás.
Desde
entonces, y con mayor fuerza desde la Transición, la izquierda política ha
encontrado en la leyenda negra una herramienta de combate cultural. Vivimos en
un tiempo en el que las voces de quienes sufrieron tienen más fuerza que nunca.
Las historias se cuentan desde la herida, desde el dolor de los sometidos o
silenciados. Y en ese clima, la leyenda negra encaja con facilidad: ofrece un
relato sencillo, casi infantil, donde unos aparecen como verdugos absolutos y
otros como víctimas inocentes.
Pero la
realidad fue mucho más compleja. Mientras otros imperios redujeron a los
pueblos originarios a la condición de despojo y, en muchos casos, los borraron
del mapa, España optó por un modelo distinto: no hubo exterminio ni
segregación, sino integración. El resultado fue una sociedad mestiza, con
universidades fundadas en el siglo XVI, leyes que reconocían —al menos sobre el
papel— la igualdad jurídica de indios y españoles, y una herencia que perdura
en millones de latinoamericanos que hoy se llaman a sí mismos “hispanos”,
hablan español, llevan apellidos españoles y comparten con nosotros una misma
memoria cultural.
Una historia
contada desde la culpa
En España,
cualquier exaltación de nuestro pasado quedó durante décadas contaminada por la
sombra del franquismo. El resultado fue demoledor: se vació el espacio para un
orgullo histórico democrático y, en su lugar, prosperó la aceptación acrítica
de la visión negativa.
De este
modo, lo que en otros países se combate con una narrativa nacional positiva,
aquí se ha convertido en un arma interna de polarización. La izquierda la usa
para erosionar la legitimidad simbólica de la nación, mientras la derecha, cuando
lo hace, responde con una idealización acrítica del pasado.
En gran
medida, la aceptación de la leyenda negra por muchos españoles de buena fe se
explica por cómo se ha contado nuestra propia historia. Durante décadas, los
programas escolares —especialmente en los últimos cuarenta años, bajo leyes
educativas diseñadas en clave ideológica— han transmitido una visión marcada
por la culpa, donde el pasado imperial se presenta más como una cadena de
sombras que como una herencia compartida. Sin un relato integrador y
equilibrado, el alumno, y luego el ciudadano, acaba creyendo más en los clichés
heredados del extranjero que en la historiografía seria de su propio país,
reforzados además por un discurso político interno —especialmente promovido
desde la izquierda— que ha hecho de la culpa histórica una herramienta de
combate cultural. Así, la historia de España se percibe resignadamente como
algo vergonzoso, y no como lo que fue en realidad: un proceso complejo, con
luces y sombras, pero también con aportaciones únicas que transformaron el mundo.
El ejemplo
más claro está en la Inquisición. En los manuales escolares aún aparece como
una máquina implacable de muerte, un símbolo absoluto del fanatismo español.
Sin embargo, los estudios modernos demuestran que, aunque fue una institución
represiva y condenable, sus cifras de ajusticiados fueron mucho menores que las
de otros tribunales europeos de la misma época. Aun así, la caricatura persiste
porque alimenta la idea de una España oscurantista, útil a determinados
intereses políticos que han hecho del pasado una herramienta de confrontación y
del discurso de la culpa un arma de legitimación.
La solución
no pasa por negar los abusos, sino por colocar la historia en su contexto y
reivindicar lo que hizo distinta la experiencia española. Desde una perspectiva
moderna, España puede desmontar la leyenda negra con tres ejes fundamentales:
La evidencia
historiográfica.
Investigadores
como Henry Kamen, Ricardo García Cárcel o Joseph Pérez han demostrado que los
tópicos de la Inquisición, el genocidio indígena o el atraso cultural son, en
gran medida, exageraciones o manipulaciones. Divulgar estos estudios de forma
accesible es esencial si queremos que la historia deje de ser rehén de la
propaganda.
El mestizaje
como modelo único.
Mientras otros
imperios segregaban o exterminaban a la población originaria, España construyó
una sociedad mestiza que hoy constituye el mayor puente cultural entre Europa y
América. Y la prueba está a la vista: millones de latinoamericanos que han
alcanzado las más altas magistraturas o los mayores reconocimientos culturales
llevan apellidos españoles. Ahí están un Juárez, de raíces zapotecas, que
presidió México en el siglo XIX; un Morales, que dio voz a los aymaras desde la
presidencia de Bolivia; un López Obrador, que reivindica su ascendencia
indígena pero gobierna con apellidos españoles; un Castillo, que llegó desde el
campesinado a gobernar el Perú; o, en el terreno cultural, un García Márquez,
que encarnó en el idioma común la identidad mestiza de América y llevó la
literatura hispánica a la cima universal, junto a un Vargas Llosa, que desde el
Perú ha demostrado que esa misma herencia puede dialogar con la modernidad y
proyectarse al mundo con libertad y ambición universal.
Una
narrativa nacional democrática.
España
necesita apropiarse de su historia sin complejos. Ni hagiografía ni
autoflagelación: un relato que reconozca errores, pero que también destaque
aportes positivos al mundo moderno. Solo así se podrá sustituir el discurso de
la culpa por el del legado compartido.
Ha llegado
la hora de sustituir la vergüenza por el orgullo sereno y de reconocer lo que
de universal tuvo la aventura hispánica: haber tejido, con sangre y esperanza,
una comunidad de pueblos y destinos que aún hoy se extiende por dos continentes
y medio. La pregunta no es qué hicieron nuestros antepasados, sino qué hacemos
nosotros con ese legado. O lo asumimos con dignidad, reconociendo la herencia
que nos une con millones de personas a ambos lados del Atlántico, o seguiremos
viviendo atrapados en una sombra que, cinco siglos después, aún proyecta más
poder que nuestra propia voz.
Y conviene
recordarlo con una imagen sencilla: esa historia común late todavía en los
apellidos que millones de latinoamericanos llevan consigo cada día. Cada García,
cada López, cada Rodríguez o Ramírez no es solo un nombre:
es la huella de una herencia compartida que ni las leyendas, por negras que
sean, han conseguido borrar.