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Monseñor Agustín Cortés Soriano.




Vida transfigurada

Sat, 28 Apr 2012 07:44:00
 
Monseñor Agustín Cortés Soriano. Obispo de Sant Feliu de Llobregat
Monseñor Agustín Cortés Soriano.

Unos, al saber que el Resucitado había vencido al mundo, en el que sólo hay sufrimiento y pecado, emprendieron la huída hacia las nubes más altas de la gloria. Otros, entendiendo que Jesús había venido a cambiar el mundo, se metieron más en él para luchar contra la injusticia e implantar, a fuerza de compromisos transformantes, la “utopía del Reino”. Creemos que Jesucristo no siguió ni un camino ni otro. Jesucristo simplemente murió y resucitó.

Jesucristo no abandonó el mundo a su suerte, huyendo a la tranquilidad del cielo. Tampoco vino para cambiar el mundo con un compromiso ético radical. Jesucristo propiamente, al resucitar, “transfiguró el mundo”. O. Clément, en su glosa al Gran Canon de San Andrés de Creta, dice:

“La unión de las tinieblas luminosas con el Dios, que es Vida y Amor, nos comunica el auténtico amor a los seres y las cosas y hace de nosotros los grandes celebrantes en camino”.

“El auténtico amor”. No que otros amores a las cosas, los anteriores al acontecimiento de la unión de las tinieblas luminosas con el Dios Vida y Amor, fueran falsos, sino que “no eran el auténtico”. Lo que había antes era, al mismo tiempo, tiniebla y luz. Con la resurrección la luz ha ido suplantando la tiniebla hasta que su resplandor todo lo inunda. Así lo vivimos simbólica y realmente la noche de la Vigilia de Pascua, cuando entrábamos en el templo, hasta entonces a oscuras, con el cirio pascual encendido, hasta que su luz se repartía y todo el templo quedaba iluminado. En la oscuridad se puede tener una cierta noticia de las cosas (y de las personas), e incluso amarlas. Pero sólo cuando viene la luz somos capaces de descubrir su ser verdadero y, por tanto, su belleza y su bondad.

La luz también pone al descubierto sus límites. Pero, aun en este caso, el amor comunicado por quien es por Él mismo Vida y Amor, nos permite quererles auténticamente. Porque el corazón purificado descubre la verdad de los seres (y de las personas), más allá de sus límites naturales o morales. Entiende que “bajo las cenizas del pecado, el mundo en Cristo es una zarza ardiendo. El hombre santificado (resucitado) lo ve así, como una inmensa manifestación de Dios (una teofanía, al estilo de la que recibió Moisés en el Sinaí).

Cristo Resucitado sopló su aliento sobre los discípulos (cf. Jn 20,22). Era su Espíritu, que se comunica como el viento. Y cuando el viento llega a las ascuas de fuego que parecen apagadas, las cenizas que las cubrían desaparecen, y las ascuas comienzan a brillar, hasta producir de nuevo una llama, dando luz y calor. Así Cristo Resucitado transfigura el mundo mediante su Espíritu. Las cosas y los seres son los mismos, pero ahora brillan e iluminan, porque aparecen con su propia belleza.

Entonces, en la persona que participa del espíritu del resucitado, todo cuanto existe y fue creado, la tierra, el cosmos, las plantas, los animales, el cuerpo, los sentimientos, la inteligencia, los afectos, entra en “un estado de agradecimiento”, en la atmósfera de un inmenso canto de alabanza. Así el Gran Canon invita a todos los seres:

“Toda carne viviente y la creación entera glorifiquen a aquel que ensalzan las potencias celestes; a aquel que con temblor adoran los ángeles de fuego. Que lo ensalcen y bendigan por los siglos” (Oda 8ª).
“Escucha mi voz, oh cielo, hablaré, cantaré a Cristo… Escucha, cielo, mi voz. Escúchame, oh tierra. Dios me reconduce a Él y yo quiero celebrarlo” (Oda 2ª).

Dice San Pablo que la creación entera está sometida a esclavitud, gime y llora esperando. Pero ya puede cantar, pues a ella y a nosotros ya nos ha llegado la libertad, aunque en esperanza de su plena realización. Ella y nosotros, en efecto, comenzamos a transparentar a Dios.







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