Hoy, Domingo de Ramos, iniciamos una semana en la que rememoramos desde hace más de dos mil años, que el Dios
hecho hombre fue traicionado, ultrajado, insultado, azotado, maltratado y
finalmente crucificado hasta morir despojado de toda su dignidad humana.
La lejanía en el tiempo de estos trágicos hechos, admitidos
y reconocidos histórica y científicamente, nos hace a veces, tener una
perspectiva meramente simbólica de unos acontecimientos que revolucionaron el
sentido transcendente de la humanidad. Hasta el nacimiento de Jesucristo, Dios
era una idea, una elucubración filosófica, una necesidad creadora, una
esperanza bíblica…
Lo cierto y verdad es que en un momento atemporal, Dios creador,
decidió que debía hacerse visible a los hombres para rescatarlos del desorden
moral e intelectual en el que estaban sumidos como consecuencia de
su soberbia e ingratitud. Nació pobre,
vivió de su trabajo y murió miserablemente. Solo su resurrección dio sentido a
los años de su existencia terrena, a las enseñanzas y a sus mensajes de
esperanza.
Pero, como decía el cardenal Ratzinger,” puede considerarse
como la gran tentación de nuestro tiempo la pretensión de pensar que después
del big bang, Dios se ha retirado de la historia. Sin embargo insiste en que la
acción de Dios no “se ha parado” en el momento del big bang, sino que continúa
en el curso del tiempo, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de los
hombres.”
Es por eso que los creyentes debemos considerarnos unos
grandes afortunados por descubrirle, desde la limitación intelectual a la que
nos obliga nuestra condición humana. No está al alcance de la mayoría
comprender el aliento divino de nuestra existencia si no es a través de nuestra
cotidiana realidad. La concepción de la vida y el nacimiento, por ejemplo, no
es una casualidad sino que es la fusión natural de dos voluntades creadoras de
hombre y mujer. Apartar a Dios de su intervención en ese acto sublime, es un
peligroso y arriesgado intento de apropiarse del poder creador.
El camino que recorremos en la Pasión procesional de nuestra
Semana Santa no se aleja en muchas ocasiones de nuestra propia experiencia
vital: ser traicionados por nuestros amigos o juzgados injustamente, padecer injurias
y a veces persecuciones por nuestras
ideas o convicciones. También las crisis económicas nos hacen sufrir y caer en
situaciones de pobreza a muchas personas y a familias enteras.
Pero nada de esto es extraño al Hijo del Hombre que
contemplamos en las imágenes que representan el dolor y los padecimientos
infringidos por la injusta persecución y condena a que fue sometido. Siempre
sin olvidar la compañía permanente, silenciosa y discreta hasta su muerte de su madre, la Madre de toda la humanidad. Vivir
la Semana de Pasión es también para muchos revivir sus propios días de preocupaciones, de
sufrimientos, de frustraciones…
Pero el hombre busca la paz, la paz de su espíritu y busca
ese álito de esperanza que haga inmortal el bien, el afecto y cariño del que ha
disfrutado y gozado con su familia o amigos en su paso por la tierra. Solo
quien tiene una vinculación con Dios, quien procura mantener un coloquio
ininterrumpido con El puede vencer el drama de la muerte física y la angustia
de su posterior y desconocida oscuridad.
Nadie puede comprender con la sola razón, lo que sigue al
eterno silencio del final de nuestra vida. Para unos el regreso a su cósmica
oscuridad pero para los cristianos se abre el camino hacia el fin de las
limitaciones del cuerpo en el que físicamente estamos encerrados. Creer en la
Resurrección y la victoria sobre la muerte es aproximarse al gozo de una vida
futura donde las injusticias humanas se reparan, la tristeza y el dolor
desaparecen y las paredes y puertas cerradas a la eternidad se abren junto al
Cristo resucitado.