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Las fiestas de Todos los Santos y de los Difuntos que hemos celebrado nos recuerdan que solamente Dios nos hace intrépidos y valientes para afrontar todas las situaciones de la vida. Da plenitud a nuestra existencia, logrando que todas las dimensiones de nuestra vida se desarrollen y, por ello, la santidad, que es vivir en la comunión con quien es Santo. Solo Dios es Santo. La revelación de la santidad y de la plenitud del ser humano se nos regala en Jesucristo Dios y Hombre verdadero. Al experimentar y vivir sabiendo que nuestra vida alcanza plenitud y tiene sentido, que hay metas verdaderas, se hacen verdad aquellas palabras del apóstol san Pablo: «Si vivimos, vivimos para Dios y si morimos, morimos para Dios; en la vida y en la muerte somos de Dios».
Hemos tenido testigos de que estas fiestas, a las que os aludía al inicio, han sido vividas plenamente por hombres y mujeres de todos los tiempos. En nuestras propios familiares, amigos y conocidos nos hemos encontrado con personas que dieron importancia a la santidad y a vivir en comunión con Jesucristo, revelación del Santo de los Santos y muestra evidente del sentido pleno que tiene la vida humana cuando se pone en manos de Dios, con la seguridad absoluta de que es de Él y Él la cuida y la lleva a las manos de quien salió.
¡Cómo no dar gracias a Dios celebrando estas fiestas que han sido vividas por personas concretas que han llenado nuestra vida de sentido! ¡Cómo no celebrar las fiestas de Todos los Santos y de los Difuntos! Al hacerlo manifestamos que creemos en la alegría del Evangelio. El Evangelio llena el corazón de los hombres y la vida entera de alegría. Jesucristo llena nuestra vida y le da sentido pleno. Él nos libera del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, y nos lleva a la gracia, a la libertad, a la alegría plena, a acercarnos a todos los hombres en todas las situaciones en las que se encuentren. La alegría del Evangelio nunca descarta, siempre une, reconcilia, nos hace partícipes de la comunión que Dios quiere tener con todos los hombres.
Cuando celebramos la Santa Misa se nos regala una misión primera y fundamental, la recibimos en estos santos misterios que celebramos: es la misión de dar testimonio con nuestra vida de Cristo. Por eso, el asombro por el don que Dios ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, totalmente nuevo, cada vez que celebramos la Eucaristía. Un dinamismo que engendra la comunión con Jesucristo, nos compromete a ser testigos de su Amor. ¿Cuándo nos convertimos en testigos, en dadores de la santidad que el Señor nos da y en valientes testigos por saber que somos de Dios siempre? Cuando por nuestras acciones, palabras y modos de ser aparece ese Otro que es Cristo y se comunica a través de nosotros. Ese Otro se hace presente realmente en el misterio de la Eucaristía; entra en nuestra vida y no tenemos más remedio que dar de lo que recibimos, dar su rostro, dar su vida. Podemos decir que el testimonio es el medio por el cual la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitando a acoger libremente esta verdad radical. Jesús vino para dar testimonio de la verdad y quiere seguir mostrando esa verdad que es Él, que es su amor a través de nosotros sus discípulos. El testimonio hay que darlo hasta el don de sí mismo, hasta el martirio, que ha sido considerado en la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: «Ofreced vuestros cuerpos» (Rm 12, 1). El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Cristo y así se convierte con Él en Eucaristía.
¡Qué diferencia más abismal entre querer renovar el mundo con una ideología que es capaz de dar muerte al hermano, que es todo hombre, y la vida de Cristo que nos compromete a renovar el mundo, hasta dando la vida por quien nos la está quitando aparentemente y nos hace desaparecer de esta historia! Nunca tengamos la tentación de renovar el mundo con la muerte, así el mundo cada vez es más viejo y menos habitable, estropeamos y destruimos lo creado, negamos la defensa ecológica. Renovemos el mundo con la Vida, que es Jesucristo. Tengamos la capacidad de amar incluso sufriendo por amor a la Verdad que es Cristo. Este es criterio de humanidad, de «humanismo verdadero» como decía san Pedro Poveda, quien dio su vida por Cristo. Dad este amor. Demos este amor.
1. Seamos conscientes de que todos pertenecemos a Dios y de que Dios ama a todos los hombres. ¡Qué fuerza tiene escuchar desde lo profundo del corazón lo que dice de Dios el libro de la Sabiduría!: «De todos tienes compasión, porque lo puedes todo [...]. Amas a todos los seres [...] todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida [...]. Por eso, a los que pecan los corriges y reprendes poco a poco, y les haces reconocer sus faltas, para que apartándose del mal crean en ti, Señor». El cristiano vive y muere con la certeza de que Dios lo ama y, por ello, no antepone nada al amor de Cristo. Sabe que eligió la mejor parte y quiere vivir en comunión con Cristo, consciente de que es germen de vida fecunda y de que abre al mundo senderos de paz y de esperanza.
2. Solamente sabremos dar la vida si permanecemos en diálogo con el Señor y aprendemos a vivir de su bondad. Qué manifestación más gozosa la de san Pablo: «Oramos siempre por vosotros, pidiendo a Nuestro Dios que Dios que os tenga por dignos de haber sido llamados por él, y que cumpla con su poder todos vuestros buenos deseos y los trabajos que realizáis impulsados por la fe. De esta manera el nombre de Nuestro Señor Jesús será honrado por vuestra causa, y él os honrará conforme a la bondad de Nuestro Dios y del Señor Jesucristo». Permanezcamos en diálogo con el Señor. Pensemos como Él. Actuemos como Él, no nos dejemos asustar. La oración, el diálogo con el Señor, cambia la historia, cambia el corazón de los hombres.
3. Nunca apartemos a nadie de amor de Dios, todos están llamados a conocerlo y nosotros a darlo a conocer. Todos los hombres somos Zaqueo. Todos tenemos curiosidad por conocer a personas, situaciones, realidades, que parece que cambian la vida. Hoy más que nunca los hombres buscan sin cesar. Y a todos, el Señor, en algún momento de nuestra vida, llega y nos dice: «Baja, que hoy quiero quedarme en tu casa». ¿Estoy dispuesto a dejarlo entrar? La enfermedad más grande que ataca al ser humano hoy tiene unos síntomas muy claros: no saber quiénes somos, desaliento y desesperanza, falta de metas o ser vagabundo. Precisamente por ello, cada día los hombres tienen más necesidad de Dios. Un Dios que nos da rostro verdadero, esperanza, salidas y metas. Hace falta que existan discípulos-misioneros que estén dispuestos a dar la vida por mostrar su rostro. Cuando entra el Señor en la vida de los hombres, todo cambia. Todo es nuevo. ¿Qué le pasó a Zaqueo? ¿Qué nos pasa a nosotros, los nuevos Zaqueos? La vida cambia, las relaciones cambian, decidimos que lo nuestro es para cosas importantes; tenemos rostro, tenemos esperanza, tenemos metas. De ahí la respuesta de Zaqueo y la nuestra también: «Voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más». Dar y no retener, repartir vida a todos y no hacer descartes, no robar la dignidad del hombre, respetar su imagen que es hechura de Dios, es lo nuestro. Esto es ser testigos. Y para ello hay que estar dispuesto hasta dar la propia vida.
Cuando nos dejamos conquistar el corazón como Zaqueo, escuchamos en lo más profundo de la existencia: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», a este hombre, a nosotros, que somos casa de Dios, lugar donde Dios tiene que vivir para que pueda alcanzar la dignidad. Esto hay que hacerlo amando como Jesús.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Arzobispo de Madrid